Angustias miró el reloj de la
cocina y calculó el tiempo que tardaría en llegar al aeropuerto para recoger a
Marta, su hija, quien venía con su pareja, Cristina, a pasar unos días en la
casa materna. Andaban las jóvenes empeñadas en la maternidad y tras debatir
quién de las dos albergaría al futuro retoño, optaron porque fuera Marta quien
asumiera el crecimiento de su vientre durante nueve meses.
Angustias rememoraba lo que le
costó comprender que Marta y María se amaban con la seriedad que supone el
compromiso y con la alegría que posibilita facilitar la vida a la persona amada.
Se resistía a entender que a la hora de fundar una familia, no era prioritario
el sexo de quienes actuarían como madre o padre; le resultaba incómodo
reconocer que tanto la figura paterna (símbolo de la autoridad, del saber poner
límite y de la disposición a la acción)
como la figura materna (representante de la capacidad de nutrir, del cuidado
propio y ajeno y de la disposición a la observación) pudieran estar desempeñadas
por personas donde género y sexo no coincidieran. El desarrollo tecnológico
había permitido avances asombrosos en las técnicas de reproducción asistida y
Angustias se congratulaba que así
ocurriera. Pero concebir la familia (unidad básica social en la que ella
creía) donde los referentes adultos fueran del mismo sexo, la sumió en un laberinto de Minotauros
siniestros dispuestos a engullirla. Daba vueltas por las distintas estancias de
su encierro mental encontrando solo
hebras atormentadoramente sueltas, filamentos que no llevaban a ninguna parte,
hilachas desmadejadas que la hundían en el profundo pozo de la confusión. Ansiaba
asir siquiera un hilván certero que sujetara la dialéctica terrorífica que amenazaba
con tomar la palabra una y otra vez.
Angustias se consideraba una
mujer tolerante pero constató que cuando la contradicción es la protagonista de
la vida propia, y no de la ajena, se torna más difícil el consenso entre cabeza
y corazón. Tiempo le costó aprender que el amor, basado en el acuerdo afectivo
cabal, se expresaba en un ignoto idioma que ella desconocía por lo que
aparte del acercamiento a la gramática, se imponía una inmersión lingüística donde lo
importante era entender lo que se
escuchaba. Y de esta forma, a base de lijar las asperezas de los muros
edificados con el miedo al nombrar diferente y al deseo divergente y no por ello
deficiente, fue cómo Angustias, cual legendaria Ariadna, encontró el hilo que
le condujo fuera de la maraña en la que habitara durante meses.
Ya lejos del excluyente jeroglífico vital, esa mañana terminaba de preparar el nutritivo caldo de berenjena
que, aparte del componente estrella, contaba como ingredientes, con el puerro,
jamón serrano, huevo duro, aceite de oliva y la sal. Era su manera de acoger y de celebrar
que, en muchas ocasiones en cuestiones del querer, uno y uno no son dos.
Angustias concluía que
la vida se parece a una intrincada sucesión de laberintos y ovillos concatenados
y recordó al maestro de la palabra, Jorge Luis Borges, que escribía: “nuestro
hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”. Así pues…..a cumplir con el deber... a
imaginar. Buena semana.