La ventana lucía, orgullosa, el
colorado de la madera proveniente de la acacia que era material habitual para
la construcción en aquel lugar. El sol recorría cada uno de los cuatro
cristales que se despertaban diariamente con la calidez del astro monarca. Con
independencia de la estación, aquella cristalera se despabilaba arropada por reflejos tornasolados.
Él solía mirar a su través, agarrando una taza de café y escrutando los
andurriales vividos. Cada inicio de jornada su mente ofrecía un recuerdo,
un rostro, un paisaje que sería su fiel acompañante del día. No entendía qué
mecanismo seleccionaba y descartaba experiencias trocadas en pasado. Pero aceptaba
ese ritual con el que principiando la mañana, accedía a una segunda oportunidad
para transitar por lo ya andado. Generalmente bastaba un amanecer con su crepúsculo adosado para revivir y enterrar "segundas partes". No obstante, en contadas ocasiones, el
recuerdo, el rostro, el paisaje, se cosía a su pupila y demoraba un poco más la
partida, pero solo un poco más.
El tiempo pasó. La silueta varonil continuó, al rayar el alba, tallando, puliendo y despidiendo una jarca de recuerdos,
rostros, paisajes diamantinos que atesoraban su nacer, su sentir y su pensar.
Y llegó el día.
El hombre delante de una tibia ventana se aprestaba a dar la bienvenida,
esta vez, al recuerdo de un hombre que miraba tras el vidrio pintado de aurora,
esperando la visita de lo que una vez fue. Ese día el hombre se hizo pretérito.
Buena semana.