Isabel terminó el segundo plato
y, disciplinada, colocó los cubiertos de la forma protocolariamente establecida
para que el camarero retirara el servicio. Un gusto sabroso y amarillo se alojó
en su paladar hasta que fue a mezclarse con el sabor ligeramente afrutado del
frío vino blanco que abandonaba la copa en la que morara desde hacía medía
hora.
Isabel contemplaba el atardecer
desde su terraza preferida, aquella que se desplegaba en un recodo de la
avenida, justo en la zona que llamaban la Peña de la Vieja, o La Peña. El
origen de tal denominación era confuso y tan pronto hacía relación al supuesto y
lejano ahogamiento de una anciana, como a la vejez del accidente orográfico o a
la abundancia de peces conocidos como viejas , famosos por su feliz maridaje
con el aceite, la sal o la plancha.
Isabel se despedía de ese día que
suponía el adiós a su situación laboral tras cinco años de entrega casi
absoluta. Dejaba la seguridad de un empleo fijo para abrazar una propuesta
llovida del cielo, literal y metafóricamente. Semanas atrás se encontraba
paseando por la playa de su ciudad cuando una ráfaga de viento le trajo,
volando un panfleto en el que se solicitaba profesionales del sector
audiovisual. Escéptica, guardó el papel con la intención de tirarlo en la
primera papelera que encontrara. Pero no fue así .Dos días después, en medio de
una discusión laboral, donde pudo más el hartazgo que el deseo de seguridad, se
sorprendió, al buscar en su bolso un paquete de cigarros, ante la presencia del
pequeño y ahora tentador rectángulo impreso. Con mas rabia que cabeza llamó y a
partir de ahí se inició una ceremonia del adiós que concluía en este paisaje
gualdo tirando a violeta.
Raúl chasqueó la lengua,
levantando ligeramente el labio superior izquierdo. Era la mueca que se pintaba
en su rostro cuando algún elemento de su entorno desentonaba. No solo le
ocurría con el aspecto físico, que supervisaba una y otra vez sino también con
el mental. Necesitaba controlar todo vestigio de pensamiento y encajarlo en un
molde hecho a base de hacerse a sí mismo y de cultivar una independencia de
postureo. Chasqueó porque su mesa preferida estaba ocupada.Empresario cotizado en el mundo
de la comunicación, arrastraba tras de sí una estela de sinsabores emocionales
cuya baba borraba con dramáticos y esporádicos encuentros. Buscaba los lugares
concurridos donde poder pasar desapercibido y la profundidad del trato rayara
la superficialidad de la nata sobre la leche.
Raúl había llegado a la cita con
su última conquista diez minutos después de lo acordado, seguro de su victoria.
Entendía las relaciones entre los sexos como una lucha en la que por ahora
contaba con el título de vencedor. Conocedor de la técnica, en un primer
momento del acoso y derribo, después del acercamiento y distanciamiento al
estilo fijo discontinuo, sus relaciones siempre estaban encuadradas en un
paréntesis que derivaba en un corchete donde mandaba el cálculo. Pero eso no lo
sabía nadie, ni si quiera el propio Raúl que a base de repetir la misma acción
había terminado por olvidar que escondía miedo y tristeza.
Raúl transitó por la velada que
se deshacía de los trazos pajizos absorbidos por el violáceo nocturno como
otras tantas veces en ese carrusel en el que se había convertido su vida y
donde giraba y giraba sin avanzar hacia delante. Se trataba de no pensar mucho
mientras se bajaba en la noria emocional esperando la cima que a su tiempo,
aunque efímera, dotaría de sentido su tener que él confundía con su ser. Al llegar a la cafetería playera
le esperaba la actual chica de sus sueños, en una mesa cercana al cantante que, con
su teclado, mezclaba notas, palabras, poesía con la sal y el aire marinos. El
lugar estaba lleno de mesas separadas. Cada una sostenía una comedia o tragedia que duraban lo que una performance. Eran mudos escenarios
de un elenco itinerante prestos a surtir del atrezzo adecuado para cada representación.
Isabel solicitó al camarero la
carta de postres mientras escuchó un sonido masculino , ligeramente nasal ,
que brindaba por los ojos negros femeninos que, nublados por la juventud, le sonreían.
Isabel miró la extraña pareja y el dorado de la tarde solo fue un recuerdo.
Desconocía que pronto aquella voz besaría su cuello. Pero en ese momento su
propietario y ella estaban separados por un metro de crepúsculo. Buena semana.