Angustias tomó su cuaderno, regalo entrañable y artesano, y
escribió:
Mario, sentado en el cómodo sofá
de tres plazas, movía indolente la copa de cristal en la que se balanceaba un
mar de licor ligeramente afrutado.
Descansaba.
Había sido un día agotador: el atasco matutino, muchos
clientes y el brusco descenso de la temperatura que posó un velo de bruma sobre
el paisaje y tomó como rehén a Mario haciéndole repostar en las estaciones de la
melancolía y el desasosiego.
El segundo café que llegó a las
diez de la mañana enmascaró la desazón de la añoranza bajo el manto de la
efímera urgencia que tenía visos de convertirse en perenne.
Ahora, en casa, era el momento de
recrear, a toro pasado, los instantes transitados
durante la jornada.
Su mano derecha reflejaba el
movimiento de su marejadilla mental que rolaba a marejada cuando evocó la
discusión con Humberto, compañero de trabajo y piedra en el zapato de Mario,
desde que llegara hacía dos años. No soportaba su prepotencia ni ese afán por
decir la última palabra. Casi tres cuartos de hora estuvo el susodicho dale que
te pego porfiando a la hora de responsabilizarse de la devolución de un pedido
defectuoso. Su mirada desorbitada, ojos almendrados que trocaban en globos
verdes, saltones, a punto de volverse del revés, terminaba por sacarle de
quicio, quedando el cuerpo en contracción.
Y así fue que el cristal
estilizado que otrora acariciaran sus dedos
desapareció en una lluvia de esquirlas cortantes y transparentes. Sintió
un leve pinchazo en la palma de su mano que le produjo un amago de espasmo en
el que se incrustó la arista enrojecida; el goteo sanguíneo no se hizo esperar
punteando el blanco sillón con un extraño sendero de color atardecer. La gata
que hasta ese momento estaba acurrucada junto a un cojín se vio pintada por unos
desiguales lunares rojos.
Mario se dijo que la herida no
sería para tanto y sin mirar la zona dañada se sacó el resto afilado de lo que
fuera el vidrio encopado.
El vino salpicó el pantalón de
Mario y pronto se confundió con la
oscuridad de la prenda; un cerco irregular apenas marcaba las lindes de la tela
colonizada por la bebida.
Al percatarse del estropicio que
en breves segundos redecoró parte del salón, pasó la mano por el lugar manchado
sin darse cuenta de que no la había limpiado; su intento reparador de lavar
sangre con sangre devino en sangría extendiéndose de forma asimétrica. Ante la evidencia fue
consciente de su acción y tras una respiración profunda observó el dolor que
emanaba de la extremidad.
Junto al ordenador la gata que se
había distanciado del accidental caos lengüeteaba trozo a trozo el tapiz de su
pelaje usando la saliva como detergente.
Mario miró al animal, concentrado en su quehacer con la
pericia de un orfebre; se dirigió al baño y mientras el agua fría del grifo
hacía emerger la orografía de su mano, brecha incluida, comprendió desde el
sentir que la sangre no se lava con sangre. Buena semana.