ANASTASIA

  A SUS 87 AÑOS, ANASTASIA ...



   A  sus 87 años, Anastasia solo quiere volver a  casa. Lo repite continuamente y su mirada se transporta al patio por techar, a los animales en el vallado y al impluvio accidental, consecuencia de la pendiente del suelo, que en épocas de lluvia se desbordaba, destruyendo  el orden del huerto familiar.
   Anastasia se acuerda mucho de Ramón, su padre, que regresaba en la tartana después de meses en el mar; del retorno a tierra del navegante con aquellos productos extraños agenciados por el lobo de mar cada vez que su barco recalaba en los variopintos puertos de la geografía africana.
   Anastasia echa de menos a Pepa, su madre, que aún joven perdió una pierna al  ir a coger una paloma posada en el techo,  cuya fragilidad no soportó el peso de la atrevida y oronda cazadora y que al ceder, produjo tal corte  que finalmente hubo que amputar.
   Por fortuna, Ramón  trajo a su mujer una pierna ortopédica que se convirtió en la novedad del lugar. Anastasia contemplaba atónita cómo su madre, abrochaba las correas que mantenían sujeto el grueso cuerpo materno y le permitían desplazarse por el entorno doméstico.
   Tras el accidente, Pepa se negó a salir de la casa y Anastasia pasó a ser su enlace con el exterior. La madre se sentaba tras los visillos y contemplaba a distancia las idas y venidas del populoso entorno marinero. Ataba en corto a la hija, que sumisa y obediente, no se alejaba de los confines marcados por la autoridad de la matriarca. Y dentro de esos límites, Anastasia  crecía ignorando otras posibilidades del vivir.
   Debido a la responsabilidad que acarreaba la nueva situación, Anastasia dejó de asistir a la escuela: si iba por la mañana, no acudía por la tarde pues siempre había que limpiar, fregar, guisar o atender a los  pequeños que, a pesar de la incapacidad motora de su madre, nacieron en cinco ocasiones con la periodicidad de los nueve meses posteriores al retorno del marino Ramón.
   Para Anastasia la infancia se convirtió en un entrenamiento férreo en el arte delicado de la crianza y su carácter quedó grabado con las improntas del sacrificio, el esfuerzo y el cuidado de los demás.
 Anastasia insiste en retornar a  casa, en cuidar de su madre, en repetir cómo aquel carro pintoresco subía por la empinada cuesta que conducía al hogar, rito que festejaba la vuelta del patriarca. Del alegre carruaje fluían tabletas de chocolate, café, botellas de anís escarchado....sabores doblemente agradables, que regaban el  gusto y el  corazón.
 En la segunda década del siglo XXI  ochenta años transcurridos desde su niñez, Anastasia se prepara con esmero, peinando su liso y plateado cabello; después de mojarlo con destreza, una y otra vez, lo estira y  aplasta con una pericia adquirida tras  mucho tiempo  de práctica, hasta que le llega el eco de una  voz cariñosa que certifica la belleza de la obra final.
   La guagua la recoge por la mañana y en ella, Anastasia, al ser la primera en incorporarse a la ruta, recorre gran parte del pueblo del sureste, desde el interior a la costa; como parada final, el transporte aparca ante una casa terrera, amplia y tranquila, alejada del bullicio de la zona comercial.
   En el Centro le espera toda una jornada de actividades, individuales y en compañía, diseñadas para el disfrute de la cotidianeidad y el anclaje del pasado reciente en el hoy. De lunes a viernes  comparte almuerzo y tareas con personas desconocidas dos años atrás y que tras concluida la jornada vuelven al reino del olvido.
   Anastasia colorea, concentrada, dibujos infantiles y se siente como, cuando de pequeña estaba en el colegio. Le encanta aprender, en silencio, atenta a los detalles, borrando cada vez que algún trazo desvía su camino. Al término del trabajo muestra orgullosa el resultado final. Le gustan las cosas bien hechas y conservarlas; por eso, acumula siluetas que abarcan los matices del arco iris en una carpeta que se ha convertido en su diario personal, coselete donde rebota el fantasma de la amnesia. 
   En el Centro, Anastasia  también hace gimnasia dos veces por semana; levanta los pies: primero el derecho, después el izquierdo, intentando alternarlos; sube y baja  una pequeña escalera  como si de un juego infantil se tratara,  sin mas objetivo visible que la efímera diversión; en algunas   ocasiones lleva los brazos hacia distintas zonas de su cuerpo, apareciendo en su rostro una mueca que casi se convierte en sonrisa cuando logra llegar allá donde la monitora le indica. En otros momentos,  recorre el espacio amparada por un pasamanos que le ayuda a transitar el camino circular. Acaba donde empieza . Después vuelve a pintar y  al aire fresco y salado del pasado portuario y a las típicas casas albeadas, autoconstruidas,  de la época de su inocencia.
   En el Centro, en la repisa del despacho principal, se alinean libros  que intentan desentrañar el misterioso funcionamiento de la vida mental. En uno de ellos aparece un hombre maduro, bigote recortado con precisión, cabeza redonda, pelo rapado y orejas grandes, atentas a todo lo que es digno de oir. Se llama Aloís y  mantiene sus manos entrecruzadas mientras observa circunspecto el objetivo de la cámara que inmortaliza su aspecto. La expresión de impaciencia pretende acelerar el fin de la sesión fotográfica. Le espera  la clasificación de los síntomas en la que está inmerso desde que aquella mujer de 51 años, apareció en la consulta, sostenida por su marido, desesperado ante los cambios incomprensibles que ella padecía hacía ya un año. La mujer se  llamaba Auguste Deter.
   La terrible decadencia de Auguste se desarrolló progresivamente a partir de pequeños despistes. Su esposo relata que un  día Auguste empezó  a sentirse celosa de una entrañable vecina a  la que de manera tajante dejó de saludar; poco a poco se produjo la pérdida de memoria que le llevaba a olvidar algún ingrediente básico en la preparación de la comida; la situación fue mas alarmante cuando  Auguste  llegó a caminar  obsesivamente por las estancias de la casa  y cuando se dedicó a tocar las campanillas de las puertas vecinas con el consiguiente alboroto y malestar del vecindario. El esposo decidió internar a Auguste en el hospital, impotente ante los gritos femeninos pidiendo auxilio contra agresiones solo visibles para ella y contra las continuas persecuciones de las que se sentía objeto. Auguste había sido hasta entonces, una mujer diligente, correcta y algo tímida, basculando a veces ligeramente hacia la ansiedad o el miedo. Por eso era incomprensible lo que le pasaba. En su familia no constaba antecedente de enfermedad mental alguna. El  doloroso declive de la mujer era la razón por la que estaba el matrimonio en el Sanatorio Municipal para Dementes y Epilépticos de Frankfurt, en marzo de 1901.
   Aloís se encontraba en pleno duelo por el fallecimiento de su mujer, Nathalie, acaecido en el mes anterior. Se refugió en el trabajo con la remota esperanza de llenar el hueco que le traspasaba, allí, donde debía latir el corazón; y su ánimo se vio tan sacudido por Auguste  que llegó a  centrarse  en los desvaríos de aquel ser  confuso e indefenso aplicándose en detallar el ritmo de su deterioro,  hasta que finalmente el 8 de abril de 1906 tuvo lugar la defunción por una  septicemia, consecuencia  de las úlceras de decúbito. El reloj marcaba las seis y cuarto de la mañana. La bruma y una intermitente llovizna la despidieron.
   Llegó el mes de noviembre y con él la celebración  en Tübingen del "Congreso de médicos de sobre dementes en Alemania". Aloís exponía   "Sobre una enfermedad específica de la corteza cerebral". Auguste le acompañaba en su disertación y aunque su presencia no fuera física, estaba  en las líneas de las cuartillas del médico, en medio de las malformaciones cerebrales que Aloís llamó ovillos y placas y que estudió gracias a la fallecida. Ella partió del sanatorio para entrar en la posteridad desde el anonimato. Él  marchó a  La Real Clínica Psiquiátrica de Munich que dirigía el prestigioso galeno Emil Kraepelin.
   Principia el siglo XXI según  la contabilidad temporal occidental del devenir humano cuando Rosalía Ventura Kraepelin, descendiente de un afamado psiquiatra germano, reside en las Islas Canarias, archipiélago encrucijada de tres continente, a donde batallas mundiales y personales, tiempo atrás, dirigieron el andar de su familia. Rosalía imparte clases de Biología en un centro educativo. Esta mañana tiene una cita con Ainhoa, una alumna de 14 años que quiere resolver algunas dudas acerca de la enfermedad de su  abuela. Desde que tiene conocimiento, Ainhoa asocia la imagen de Anastasia, madre de su madre, a los fines de semanas y días festivos. Le cuenta la familia que cuando era un bebé, la  abuela materna, era quien mejor la arropaba, envolviéndola en una mantita de un forma tan confortable y segura que la pequeña Ainhoa tardaba pocos minutos en quedarse plácidamente dormida.
  Hace dos años que la viejita vive en su casa, en un pueblo del sureste de la isla. Al principio, siendo más pequeña, Ainhoa no entendía por qué. Solo  se daba cuenta de que su querida abuela repetía mucho las cosas, ya no hacía de comer y lo único que  le interesaba era  doblar la ropa recién lavada. Ahora sabe que Anastasia, aunque  comparte el espacio familiar, tiene su cabeza, la mayor parte del tiempo, en otro lugar, en un barrio del litoral capitalino y en otro tiempo, en las primeras décadas del siglo XX. Cuando los padres de Ainhoa le contaron el padecer de la abuela, ella sintió una explosión terrible  de sensaciones dolorosas pero guiada por su afán de entender, Ainhoa se puso delante del ordenador y buscó la definición de ese vocablo de difícil pronunciación y costosa escritura. Como las palabras que leía eran muy raras, las escribió en un cuaderno donde empezó a pegar imágenes, fotos y recuerdos de Anastasia. Estuvo dudando varias semanas y por fin se decidió a preguntar a su profesora  Rosalía. El encuentro se produce en el laboratorio de ciencias, a media mañana.
Durante el recreo ambas, joven y adulta, desenredan una madeja de extraños vocablos que a la adolescente se le antoja, siniestra. Gracias a las esclarecedoras explicaciones de la maestra, expresiones como rarefacción neuronal o lesiones neurofibrilares pasan de ser macabros huéspedes, habitantes del distrito espectral del olvido, a pasajeros en tránsito en busca de una parcela de lucidez. Rosalía menciona los resultados mas que prometedores en la investigación de una vacuna para recuperar el ayer reciente, pero aclara desde la ternura que Anastasia no podrá disfrutar del remedio pues cuando este sea, la hora de Anastasia será pasado. Ainhoa escucha, comprende y algo intenso e interno le hace sentir el irreversible ciclo de la vida.
Rosalía y su pupila se despiden tras el estrépito del  timbre que anuncia  una nueva clase en la jornada escolar. Mientras se dirige al aula, Rosalía recuerda una de las viejas historias familiares en la que su afamado antepasado Emil Kraepelin contaba cómo empezó a trabajar con un ilustre colega que pasaría a la Historia de la Psiquiatría. Y  a pesar de que acuden a su mente, los nombres de Auguste y Anastasia, entremezclados, difuminados tras un velo de interrogantes, Rosalía sí recuerda con nitidez la foto en sepia de su bisabuelo estrechando la mano del renombrado Aloís Alzeheimer.












                        

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