domingo, 29 de mayo de 2016

LA INVASIÓN DEL NIDO DE TÓRTOLAS

Acerina no sufrió por la ausencia de su amado, hecho esclavo y llevado a tierras lejanas tras una conquista cruel y devastadora. Ella mantenía una relación sentimental donde el tiempo y las complicidades compartidos, alejaban el fantasma del desamor. Vivía bien. Estaba conforme con su decir, pensar y hacer. Cada mañana, cuando se iniciaba el día, sosteniendo un café negro y amargo disfrutaba del paisaje de las montañas cuya silueta suave y lejana le producía confianza en el porvenir. Sentía que se abría, con la jornada recién inaugurada, un horizonte de posibilidades.
Acerina había observado que desde hacía varias semanas, el jardín en el que solía pasar todo el tiempo que podía, se iba llenando de excrementos de animales; al principio no le dio mayor importancia pues era habitual la presencia de mirlos, nunca blancos, pero bellos por igual. El asunto tomó otro cariz cuando un grupo de tórtolas apareció en el cielo cerrando cada vez más el vuelo en torno a su casa.
Acerina, mientras tanto, siguió limpiando el jardín con un potente desinfectante; continuó volviendo a lavar la ropa que tendiera horas antes, en un patio destinado a tal fin, cada vez que alguna pieza devenía en improvisado e involuntario excusado. Sospechando que de transitoria, esta situación se convertiría en permanente, cavilaba la manera de deshacerse, de un modo definitivo, de la porquería animal, cuyas consecuencias asquerosas soportaba. En estas estaba cuando una vecina reparó en un nido de tórtolas construido en el hueco entre el aparato de aire acondicionado y la pared en la fachada de la familia de Acerina, quien no supo bien cuánto tiempo pasó desde que se percatara del romántico y acogedor hogar de las aves, insignias del amor fiel, hasta que , de un cepillazo, hizo saltar por el aire el cobijo de la pareja cuya voz era un ronroneo y su vuelo, rápido y directo.
Acerina, venida arriba, sacó fuerzas de donde creía que habitaba, en soledad, la debilidad y cepillazo por aquí, cepillazo por allá, asistió a un espectáculo aéreo acrobático en compañía de su familia que asombrada por lo inusual de la reacción violenta de la matriarca, no articuló palabra. La vecina tomó el nido severamente dañado, donde depositó una tórtola que aterrizó en la esquina de su balcón, para reubicar la morada accidentada, en otro espacio que no interfiriera con los intereses de la vecindad. Y lo halló en un descampado a cierta distancia, lugar de encuentro de perros domésticos en busca de paseo y alivio.
Acerina pasó, las siguientes semanas, atenta ante la aparición de un asiento, silencioso pero invasor, en las cercanías de su hogar, desperdicios incluidos. Pensaba a este respecto que hay que ser consciente desde una sana distancia de toda celdilla, madriguera o guarida cuya presencia en apariencia amorosa, termine por generar sufrimiento ajeno. Comprendía que la responsabilidad en la construcción también incluía asumir la destrucción que ocasionara y en la medida de lo posible, la enmienda de los daños colaterales. Y para tal fin, a partir de ese momento, junto al cultivo de la observación y el cuidado, destinó un puesto de honor a un viejo cepillo, otrora en desuso, ahora rehabilitado, pues había aprendido, en caso necesario, qué hacer. Buena semana.






domingo, 22 de mayo de 2016

¿LOS LÁPICES DE COLORES DE AHORA APENAS PINTAN?

Hernán no gustaba de jugar a la guerra; sentía una gran inclinación por las Bellas Artes; era de complexión atlética y de carácter campechano; le agradaba estar tranquilo, entretenido con su imaginación y sobre todo, pintar.
Hernán acumulaba hojas y lienzos en paredes y cajas que constituían una auténtica y creativa autobiografía. Conservaba en un lugar discreto pero privilegiado por el efecto que le producía la luz del sol mañanero, un cuadro que pintara muchos años atrás, en el que los colores vivos  discurrían hacia las costas de un marco azulado.
Hernán recordaba la felicidad  del día en el que tomó una cuartilla blanca y reprodujo el rostro que solo él reconocía en medio de figuras geométricas mezcladas con objetos de la vida diaria. Era el semblante de su primer amor; aquel que llegó antes de hacerse presente; con el que soñara antes de ponerle cara; al que jurara fidelidad eterna antes de que desapareciera en las procelosas aguas del desamor. Cada vez que observaba el círculo central volvía a su mente la cara redonda de su amado, un chico algo mayor que él, divertido e inquieto, con quien coincidió en el colegio. Aquel muchacho con el pelo a lo garzón rezumaba desinhibición por todos sus poros.
Hernán sonreía en aquella época cuando le oía declarar con una grácil pirueta
“Qué guapo soy
y qué tipo tengo”.
Estos versos, libres como él, eran el cortafuego que el amor de su juventud utilizaba para abortar cualquier conato de drama en la disputa.
Hernán recalaba de vez en cuando en aquella pequeña obra, que para él era una de las joyas de su particular pinacoteca. Los cuadrados, rectángulos, triángulos y demás figuras, hermanados con elementos cotidianos en una familiaridad inverosímil, le recordaban que la rutina admite muchos encuadres.
Hernán seguía pintando. Hacía varias décadas que no era un niño. Con el paso del tiempo iba comprobando que los lápices de colores que usaba eran menos intensos que aquellos alumbradores de tan tierno recuerdo, tan prudente acompañar.

Hernán no sabía si era cierta o producto de la imaginación nostálgica su creencia en que los crayones de ahora nacían sin apenas colorido. Se preguntó si esa sensación tenía que ver con  idealizar el pasado ; reflexionó sobre el brillo o la tiniebla que cada cual imprime a su interpretación de lo lejano; pensó que era cuestión de buscar el ángulo adecuado para recuperar el matiz más luminoso de lo pretérito; de acceder a  la gama innovadora que ofrece el presente evitando comparaciones torpes por innecesarias; y de indagar en el propio interior hasta dar con el laboratorio donde la cochinilla multicolor de  la comprensión destila la luz que permite contemplar el pálido aquí y ahora como si de un recuerdo vívido del futuro se tratara. Buena semana.


domingo, 15 de mayo de 2016

DESPIERTA, CAMINA Y PASA LA MONTAÑA

Juana no pertenecía a la realeza ni pasaría a la Historia con  el apelativo La loca . En su historia tenía otros apodos  que según la cercanía de quién los  pronunciara recalaban en la travesía que iba de lo dulce a lo picante.
Juana caminaba encendiendo con sus caderas hogueras en cuantos la contemplaban. Parecía bailar al recorrer las calles, cada día, en dirección al trabajo. Una vez allí, se ponía el uniforme y  despachaba quesos y embutidos. Su horario laboral era de mañana.
Juana solía despertarse en la noche oscura, a veces del alma; otras, las más, del cuerpo. Aún envuelta por la negrura daba la bienvenida al día con besos y caricias  a  su hombre – así lo llamaba ella, enfatizando el adjetivo posesivo- que frecuentemente terminaban en jadeos de placer.
Juana se bajaba de la cama, se bajaba del sueño, se bajaba del deleite para subir a lo que ella llamaba  el monte que tocara, a pesar de que su existencia discurría en una populosa ciudad.
Su hombre le preguntó en cierta ocasión por el significado de esa expresión. Ella parpadeando sus ojitos de Lulú que le garantizaban la incondicionalidad de su amado ( mientras durara la pasión) sonrió y explicó que de pequeña oía una canción que repetían a menudo en un programa televisivo infantil y que a pesar de ser más simple que una ameba, ella adoptó como mantra, sospechando que era patrimonio de la sabiduría ancestral. La cancioncilla decía así:
“Un hombre se subió al monte
Un hombre se subió al monte
Un hombre se subió al monte
¿ Y qué creéis que vio?
¿Y  qué creéis que vio?
El hombre vio otro monte
El hombre vio otro monte
El hombre vio otro monte
Igual que el anterior
Igual que el anterior.”
Juana interpretó la tonada con histrionismo dando salida a su niña interior que ella invocaba como  la chiquilla escondida. Gesticulaba, imitaba el andar del escalador, incluso se imaginaba su indumentaria de exploradora más adecuada para llanuras africanas que para coronar montañas. Se convertía en una Livingstone clarividente que constataba que detrás de un día, otro viene.
Juana cada mañana se preparaba para el terreno por el que ascendería a la cumbre que le correspondía mientras tomaba un café con leche, caliente que reconfortaba sus entrañas. Había veces que el camino avistado era pedregoso y ella se aprestaba para sortear los teniques, externos e internos; en estas ocasiones, saber por dónde pisaba, ir despacio y guardar un poco de sopa de pollo para el alma, como cena, eran sus mejores bazas Otras veces, el suelo se  presentaba cubierto del musgo verdoso del recuerdo crecido tras la inundación de la nostalgia; lejos de resbalar por la espuria esperanza, Juana se vestía de rojo para recordar que la sangre continua ininterrumpidamente circulando fiel a su función de mantener la vida, la buena vida. Igual que el líquido encarnado, ella formaba costras emocionales que cicatrizaban a su debido tiempo heridas del pasado. Algunas no dejaron marcas; otras estaban en veremos.
En algunos días tenía que atravesar el desierto de la soledad con la calima del desasosiego impidiendo respirar bien. Para estas ocasiones, Juana, antes de salir, levantaba los brazos, situaba la lengua tocando el paladar,tomaba aire por la nariz y en tres secuencias de quince veces cada vez, exhalaba por las fosas nasales mientras dejaba caer con fuerza sus extremidades superiores. Su hombre estaba acostumbrado a esas y otras rarezas  que le despertaban una mezcla de emociones donde la admiración, la ternura y la perplejidad se daban la mano. También eso era ella y ´su hombre lo veía, lo valoraba y lo amaba; aunque no lo entendiera …. o sí.
Abundaban las jornadas llamadas orillas de mar en las primeras horas del día, que presagiaban la luz de la ilusión, el éxito de la intuición, la confianza en el orden del desorden. Para estos trechos, Juana se proponía un único propósito: Amar cuanto aconteciera. Y llegaba al crepúsculo satisfecha ante los ricos matices con que se pintaba su vida a poco que se atreviera a mirarse en el espejo de la consciencia sin juicio alguno.
Juana sabía que al comienzo de cada amanecer habría de subir otro monte, que cada fecha nueva inauguraba una ruta por diseñar. Ella comprendía que se trataba de estar despierta, caminar y pasar la montaña. Y que esta era y no era igual que la anterior. Buena semana.




domingo, 8 de mayo de 2016

AGARRA AL PERRO …..Y MIRA DE FRENTE

Dorian no poseía un retrato en el que delegar su envejecimiento, envilecido o no. Su rostro estaba marcado  por un contudente hierro al rojo vivo , con profundas arrugas, manchas oscuras y pequeños cráteres epidérmicos que constataban una confesión: Dorian había vivido y aún vivía.
Dorian acariciaba la pelambrera de su mascota, un perro vivaracho, mestizo y de inteligencia distraída , al tiempo que fijaba la vista en el reloj del salón, una circunferencia cuyo fondo reproducía la mirada atenta de dos búhos; las manecillas, de desigual longitud, marcaban inexorablemente un tic tac en modo susurro sin que la expresión de las aves rapaces nocturnas se alterara.
Dorian sintió un pinchazo en el estómago que él había aprendido  a interpretar como síntoma de la digestión de un momento vital delicado. Esta vez padecía la pesadez de la amistad perdida. El dolor se parecía a una mordida perruna e incisiva que por unos segundos contraía su cuerpo propiciando la huída espantada de su respiración.
El animal agasajado junto a él, se percató de que la inicial caricia devenía en apretón involuntario y opresor. Olfateaba el enfado, el miedo y la tristeza en el sudor de Dorian quedando paralizado ante tal mezcla de fragancias. Intuyó que su compañero humano se debatía en una batalla campal emocional con incierto resultado. Al ceder la presión de la mano tirana, el perro cambió de posición quedándose frente a Dorian quien no tuvo más remedio que mirarlo cara a cara.. Y fue así, al contemplar esas pupilas caninas, que se escuchó diciendo
“Agarra al perro, quita sus dientes  de tu barriga, aléjalo y enmienda el daño que te ha ocasionado”.
Dorian instintivamente se llevó la mano a su costado izquierdo y se imaginó sujetando con entereza la cabeza de un enorme can que clavaba insistentemente sus colmillos a la altura del píloro. Respiró por la nariz. Sostuvo la mirada hostil del chucho, tan distinta de la amistosa que  le acompañara desde años atrás. Y  mirando   en ese mirar encendido, tuvo consciencia del brotar de  su rabia, susto y amargura como potente lava de un volcán en erupción. Poco a poco, el ardor desapareció de aquellos candiles enrojecidos y mostraron un paisaje petrificado que terminaba por adentrarse en un mar en calma.
Dorian percibió cómo sus dedos asían el aire en el que se desintegraba el monstruo de su pesadilla. Y comprendió.
Dorian regresó al salón, a su perro fiel, al reloj con búhos expectantes que le recordaron que mirar de frente permite tener una visión más amplia del paisaje. Buena semana.





domingo, 1 de mayo de 2016

LA PARDELERA: RABIA QUE ES SAVIA … Y SABIA

Bartleby no era escribiente. Dedicaba una buena parte de su tiempo a diseñar casas  donde habitarían vidas ajenas. Hombre concienzudo en su quehacer cuidaba cualquier proyecto que pasara por sus manos hasta el más mínimo detalle Su firma era garantía de rigor y éxito.
Bartleby era batallador. Dentro y fuera del terrero, el lugar al que acudía periódicamente a enfrentarse desde, la nobleza, a sus iguales, en tan bella contienda transformada en arte. Practicaba la lucha canaria.
Bartleby vivía entre creación y luchada hasta que la vida le hizo una pardelera; entonces  perdió el equilibrio, a pesar de que él consideraba que estaba bien sostenido. Fue abatido desde fuera y sus piernas quedaron sin el vigor que les daba fortaleza; al tiempo su pecho recibió un golpe certero como si el hombro de Atlas chocara contra él.
Bartleby contemplaba horrorizado, en la pantalla del ordenador, cómo un edificio cuya estructura había salido de su mente, caía en pocos segundos y con él la existencia de  cuántos y cuánto  allí se encontraban. Recordaba la ilusión que había experimentado en su empeño por convertir un descampado, desangelado e inhóspito terreno en un sitio por donde fluyera la vida. Ahora todo era destrucción. Sintió una profunda rabia al ver cómo su sueño trocaba en pesadilla. Maldijo a los intermediarios de la mediocridad que usando gafas de cerca, alimentaban una siniestra miopía para contemplar el bien común. Bartheby sintió el galopar de su sangre como savia nutritiva y revitalizante. Se dijo que la obra sacudida habría de ser reconstruida, esta vez, con materiales de calidad. Y él estaba en disposición de iniciar esa edificación a partir de la desolación.
Bartheby con su rabia savia, su rabia sabia, esta vez PREFERIRIÓ HACERLO. Buena semana.