domingo, 26 de junio de 2016

ICO, REFUERZA LA MALLA

Ico sentía que el humo invadía el espacio, apoderándose tanto de lo visible como de lo intangible. Tenía la sensación de estar atrapada en una cueva siniestra  sometida a un macabro ritual. La puerta del trastero se cerró a poco de haber entrado; con las prisas, no reparó en que el manillar interior amagaba con caerse y pasó lo que, tarde o temprano, tenía que ocurrir: el portazo que anunció la clausura. Aunque el espacio no era excesivamente pequeño, la acumulación de enseres propios de la nostalgia por digerir o de la supuesta utilidad futura, dejaba poco lugar para andar con soltura.
Ico, paciente tras aprender a  navegar por las aguas tormentosas de la precipitación, con célebres naufragios, tardó unos minutos en detectar  el origen del manto grisáceo y sombrío. Se sintió perdida, sola y asustada. Su hijo, Guadarfía estaba de acampada con su colegio y no era probable que nadie entrara en la casa antes de la noche; empezó a toser sintiéndose cada vez más mareada y en esa espiral en la que de pronto se convirtió el lugar se percibió como si no tuviera existencia, como si cada célula de su cuerpo iniciara una diáspora a ninguna parte. No era  la primera vez que experimentaba ese sentir.
Ico, de pequeña se sorprendía ante el espejo buscando rasgos que le garantizaran su parecido con la estirpe a la que la oficialidad la vinculaba pero que su fisonomía desmentía. Fayna, su madre, nunca le aclaró esa falta de coincidencia entre  sus hermanos y ella y lo explicaba echando manos de los vaivenes de la genética.
Ico creció en la dualidad de la tierra de nadie, con una sed insaciable de pertenencia al grupo. Era querida pero se sentía distinta y dentro de sí, se abría una oquedad que, entendía ella, se llenaría con la ansiada ligazón familiar .
Ico notaba sus ojos enrojecidos y su pensar distorsionado. A punto del desmayo cayó sobre una malla que esperaba ser colocada en el jardín, a modo de refuerzo de la ya instalada. En su cabeza comenzó  el retumbar,como martillo en la fragua , de un insistente  “Refuerza la malla, refuerza la malla””. Se acurrucó en un rincón, la vista errante y  la banda sonora machacona que le instaba a filtrar, a colar, a enmallarse . En su deambular sus ojos recalaron en una garrafa de agua junto a una esponja, aún en su envoltorio , preparativos de la operación verano que pretendía rebajar los kilos polvorientos de más, en aquel habitáculo que amenazaba con convertirse en su tumba. Y  en una secuencia inferior al segundo, así lo vivió ella,  empapó la esponja en el líquido y se la metió en su boca. Después, entró en un estado de shock, la mirada fija, brazas ardientes.
Ico, mientras tiempo después, disfruta de su jardín, recuerda los recuerdos de los demás;  le contaron que el incendio se  produjo por un  fallo eléctrico y que la rápida intervención de los bomberos impidieron el fatal desenlace. También evoca cómo le decían que, tras ser rescatada, todavía en medio de la inconsciencia, repetía, desvariando “Refuerza la malla, refuerza” .

Ico, desde entonces, saborea cualquier vaso de agua fresca,  con el mismo deleite que si de un Vega Sicilia se tratara. Para ella en  el momento adecuado, el insípido elemento, supuso la malla que le permitió filtrar el aire sano para respirar. Y desde entonces también , ingiere dos litros diarios comprendiendo que de alguna manera, está reforzando la malla. Buena semana.


domingo, 19 de junio de 2016

BENDITA INFECCIÓN

Ancor llegó a la sala de reuniones con el tiempo justo de mostrar  una contenida sonrisa a  sus compañeros y a su director, Bencomo. Dos horas más tardes, salía del lugar, el grupo directivo dispuesto a transitar por una jornada de trabajo, con previsión de alguna que otra turbulencia. En fin, un día más donde reinaría la borrasca; donde el trabajo para hoy o para mañana, tendría que estar para ayer.
Ancor se sentó delante de su ordenador y empezó su particular y cotidiana lucha contra los enredos de las redes informáticas. Era intuitivo y seguía su olfato cuando hallaba una pista que él sentía le llevaría a finalizar su trabajo, como se decía en su entorno, en tiempo y forma.
Ancor recolocó su postura corporal, consciente de que habría de estar atento para que su cuerpo siguiera siendo el aliado leal con el que contaba, hasta ese momento, de forma incondicional. En estas andaba cuando la pantalla, en modo rebelde, se negó a acatar sus órdenes. Intentó los remedios que conocía y agudizó su ingenio en busca de soluciones creativas. Pero, nada. El ordenador, cuál adolecente en busca de identidad, seguía un itinerario que en poco coincidía con los deseos del trabajador, quien paseó por los senderos de la perplejidad, el desconocimiento hasta recalar en las orillas pantanosas de la resignación.
Ancor reconoció, finalmente que su ordenador había sido invadido por troyanos y demás guerreros virtuales ya fueran dárdanos, ilíacos, ilienses o teucros. El caso es que, al parecer, había cargado algún fichero sin advertir su presencia tal como hiciera Príamo al aceptar la espuria ofrenda del equino de madera. Ancor asumió, pues, que su herramienta de trabajo estaba bichada. Había entrado un virus y  el disco duro se había infectado. Se paró la imagen, quebrados espacio y tiempo, ante la mirada atónita humana que repudiaba esa colonización devastadora y patógena. La catarata de la preocupación cayó en cascada en forma de pensamientos acelerados, de un sudor frío y un dolor martilleante de cabeza.
Ancor se desmayó acompañado en su caída de cuanto artilugio le rodeaba. Fue llevado al hospital del que salió dos semanas más tarde. No volvió  a su silla de trabajo, ni a las reuniones mañaneras, ni a la pelea con cifras y letras por cuadrar. Su batalla estaba en otro campo. Habría de pugnar por expulsar de su cuerpo a un ocupante, presente e indeseable; contienda a la que dedicaba todas sus fuerzas.

Ancor, en su tiempo de rehabilitación, pensaba, desde la lucidez de la distancia, en la vacuidad reinante cuando el hacer no se ajusta a la medida humana; concluyendo que ojalá toda contaminación pudiera ejercer su malaje en el reino de la virtualidad pues por muchos daños colaterales que ocasionara, la solución estaría en la aplicación de la tecnología del reseteo. Hombre más bien dado a maldecir, hizo esta vez una excepción, en aquella tarde en la que el sol se despidió vestido de violeta y recordando su último percance laboral, dijo para sí: bendita infección Buena semana.


domingo, 12 de junio de 2016

EL ACANTILADO DE LA SUPLENCIA

Guacimara y Ruyman se aman. Es una curiosa coincidencia que el vínculo que les une se asemeje al de sus homónimos guanches allá por el siglo XV.
Guacimara, no obstante, confía en que su querer no tenga que sortear las dificultades tan dramáticas de sus antepasados. Si bien es verdad que es una mujer de carácter, no está dispuesta a tirarse por ningún acantilado, literal o metafórico. Le gusta su nombre, le parece hermoso, sonoro y acogedor como una cómoda cuna. Le agrada el dulce equilibrio entre las vocales cerradas y la primera vocal del alfabeto; a veces su nombre mengua (según la familiaridad de quién lo pronuncie) y deviene en un Guaci que suena a Casi.
Guacimara, en múltiples ocasiones, se siente así: habitando un estado de casi vida, un estado de suplencia vital. Considera que el baipás (baypass) emocional que instala en su sentir  termina por resultar obsoleto y retornan las situaciones añejas no resueltas demandando una solución que les permitan iniciar un viaje sin retorno. Entonces ella siente que no es dueña de su pensar, sentir, hacer. Es el momento en el que  vive desde el banquillo, sin titularidad. Y es cuando se prepara un menú cuyo plato estrella es un contundente revuelto de destino y azar.
Guacimara aprende a medir el tiempo con una vara personalizada, tuneada con los colores del por qué y del para qué. A base de entrenarse, comprende que en muchos aspectos , se habita en la suplencia, ese colchón que asegura la continuidad de la acción, el plan B que resuelve el entuerto que corresponda, ya sea  de necesidades, intereses o deseos.
Guacimara está a punto de tener la menstruación. Sabe que por esta razón es el momento de pensar en todo lo que ya no necesita para su andadura, de trasmutar lo perdido en gratitud por haberse vivido.
Guacimara, en días como estos, conduce hacia los riscos donde rompe el mar del norte. Una vez allí lanza piedras al océano con las que se desembaraza de lo que, en vez de sumar, se ha convertido en resta que lastra.
Guacimara, más ligera tras dejar atrás el peso de las ataduras retorna al hogar dispuesta a construir un nuevo itinerario en el mapa de sus días. Es sabedora de que, cuatro lunas más tarde, habrá un acantilado esperando por el que tirará sin tirarse. Buena semana.







domingo, 5 de junio de 2016

TENESOR NO SE CAMBIÓ EL NOMBRE

 Tenesor compartía con el último guanarteme, término  con el que  se conocía al rey de sus antepasados antes de ser conquistados, “su agradable presencia y majestuosa vista”. Al ser el primogénito, heredó la responsabilidad de  mantener el status familiar; aunque instruido en las artes marciales pronto se daría cuenta de que la guerra no iba con él. En el colegio, cuando la necesidad de formar parte de un grupo  se impuso, se metía en peleas sin sentido que le dejaban un regusto de amargura: si había victoria, tenía sabor agridulce. Sus compañeros no tardaron en percatarse de su naturaleza pacífica y empezaron a llamarle TENEDOR, mote que a juicio de sus iguales era ocurrente y divertido pero que al destinatario le sentaba como una patada en la barriga. La cosa fue a más y a la hora de referirse a él, sus colegas realizaban un creativo despliegue dialéctico que recorría los dominios de la cubertería.
Tenesor dejó de comer, adelgazó hasta tal punto que el médico hubo de recetarle lo que la madre llamaba un reconstituyente; el doctor, amigo de la familia y conocedor del carácter obstinado de la progenitora, a estas alturas, no se molestaba en explicar los componentes del jarabe recetado, sabedor de que sus palabras se las llevaría el viento.
Tenesor con su reconstituyente entre pecho y espalda no lograba hacer que la sangre volviera a su rostro.La palidez devino en blancura como si de un vampiro se tratara. Y dada la moda cinematográfica que habían popularizado las películas de aquellos seres eternos pero sin vida, Tenesor hubo de añadir a los calificativos de gallina, por su renuencia a la violencia; tenedor, por un grotesco y siniestro juego de palabras, el de chupasangre por el color de su rostro.
Tenesor, en aquellos momentos, se sentía  extraviado en un espacio y tiempo equivocados, por ser incomprensibles para él, que solo quería que le dejaran tranquilo, que no le dijeran nada. A raíz de esto, empezó a cultivar un sentimiento desconocido pero tan intenso como vertiginoso: el odio. Tenesor detestaba todo y a todos los que le rodeaban; no se soportaba y renegaba de su nombre, objeto de burlas y humillaciones. Se sentía aislado. No tenía con quién hablar.
Tenesor, cierto día, acudió por la inercia de la obligación escolar, a una charla sobre aviónica; en las palabras de las personas que publicitaban su formación encontró el auténtico reconstituyente que su ser necesitaba; no era el proporcionado por el galeno o por el amor materno; por fin tenía UN PROPÓSITO. Desde entonces, su vida fue cambiando; había hallado la actividad que le hacía volar hacia las estrellas con el arraigo en la tierra.
Tenesor se aplicó en los estudios; paulatinamente dejó de encontrar ajos en su pupitre y las siluetas de sus enemigos se tornaron en sombras chinescas desdibujadas hasta que desaparecieron de su entorno, previsiblemente en busca de otra víctima más propicia.
Tenesor, bregando hoy en su empresa de notable prestigio, recuerda el camino, angosto y solitario, regado de pérdidas y duelos que hubo de transitar en otro tiempo de oscuridad y falsos apegos. Le viene a la memoria cómo llegó al punto de anhelar la mayoría de edad para cambiar su nombre, por otro que, en el mundo de la crueldad fuera aceptado; incluso había escogido renacer como Fernando. Pero finalmente, encontró las fuerzas y resistió.
Tenesor, desde la madurez contempla con ternura a ese niño asustado, solitario y herido quien supo convertirse en el hombre de “agradable presencia y majestuosa vista”, que desde el espejo le sonríe. Y él, alegre cómplice,  guiña el ojo ..... a los dos. Buena semana.