Ico sentía que el humo
invadía el espacio, apoderándose tanto de lo visible como de lo intangible.
Tenía la sensación de estar atrapada en una cueva siniestra sometida a un macabro ritual. La puerta del
trastero se cerró a poco de haber entrado; con las prisas, no reparó en que el
manillar interior amagaba con caerse y pasó lo que, tarde o temprano, tenía que
ocurrir: el portazo que anunció la clausura. Aunque el espacio no era
excesivamente pequeño, la acumulación de enseres propios de la nostalgia por
digerir o de la supuesta utilidad futura, dejaba poco lugar para andar con soltura.
Ico, paciente tras aprender
a navegar por las aguas tormentosas de
la precipitación, con célebres naufragios, tardó unos minutos en detectar el origen del manto grisáceo y sombrío. Se
sintió perdida, sola y asustada. Su hijo, Guadarfía estaba de acampada con su
colegio y no era probable que nadie entrara en la casa antes de la noche;
empezó a toser sintiéndose cada vez más mareada y en esa espiral en la que de
pronto se convirtió el lugar se percibió como si no tuviera existencia, como si
cada célula de su cuerpo iniciara una diáspora a ninguna parte. No era la
primera vez que experimentaba ese sentir.
Ico, de pequeña se
sorprendía ante el espejo buscando rasgos que le garantizaran su parecido con la estirpe a la que la oficialidad la vinculaba pero que su fisonomía desmentía. Fayna,
su madre, nunca le aclaró esa falta de coincidencia entre sus hermanos y ella y lo explicaba echando
manos de los vaivenes de la genética.
Ico creció en la dualidad de
la tierra de nadie, con una sed insaciable de pertenencia al grupo. Era querida
pero se sentía distinta y dentro de sí, se abría una oquedad que, entendía
ella, se llenaría con la ansiada ligazón familiar .
Ico notaba sus ojos enrojecidos
y su pensar distorsionado. A punto del desmayo cayó sobre una malla que
esperaba ser colocada en el jardín, a modo de refuerzo de la ya instalada. En su cabeza comenzó el retumbar,como
martillo en la fragua , de un insistente “Refuerza la malla, refuerza la malla””. Se
acurrucó en un rincón, la vista errante y la banda sonora machacona que le instaba a
filtrar, a colar, a enmallarse . En su deambular sus ojos recalaron en una
garrafa de agua junto a una esponja, aún en su envoltorio , preparativos de la
operación verano que pretendía rebajar los kilos polvorientos de más, en aquel
habitáculo que amenazaba con convertirse en su tumba. Y en una
secuencia inferior al segundo, así lo vivió ella, empapó la esponja en el
líquido y se la metió en su boca. Después, entró en un estado de shock, la
mirada fija, brazas ardientes.
Ico, mientras tiempo
después, disfruta de su jardín, recuerda los recuerdos de los demás; le contaron que el incendio se produjo por un
fallo eléctrico y que la rápida intervención de los bomberos impidieron
el fatal desenlace. También evoca cómo le decían que, tras ser rescatada,
todavía en medio de la inconsciencia, repetía, desvariando “Refuerza la malla,
refuerza” .
Ico, desde entonces, saborea
cualquier vaso de agua fresca, con el
mismo deleite que si de un Vega Sicilia se tratara. Para ella en el momento adecuado, el insípido elemento, supuso
la malla que le permitió filtrar el aire sano para respirar. Y desde entonces
también , ingiere dos litros diarios comprendiendo que de alguna manera, está
reforzando la malla. Buena semana.