domingo, 27 de diciembre de 2015

CADA VEZ QUE TOMABA ESTA FRUTA

 Ricardo mondaba una jugosa naranja. Apenas tenía cáscara y generosa sus gajos  desprendían un dulzor color flan. Cada vez que tomaba esta fruta, Ricardo evocaba un patio habitado por árboles frutales entre los que destacaban los naranjeros. Recordaba que solía calcular el peso de una persona comparándolo con los quince kilos propios de la caja de tal sabroso postre. Empezó de jovencito y todavía se sorprendía en cualquier situación cotidiana estableciendo equivalencias matemáticas entre  humanos y frutos.
Era una de sus particulares formas de comprender la vida. Pero no era la única.
Seguidor sin consciencia del filósofo  que afirmaba que cuanto más conocía al ser humano, más quería a su perro, pasaron por su vida un desfile de canes de diverso tamaño  y condición. No podía explicar por qué se sentía más cómodo ante la mirada atenta y cómplice de los chuchos, que ante la presencia humana. Incluso entre la gente amada a quien su corazón profesaba una lealtad propia de unicornio. Tal vez fuera porque con sus queridos animales no necesitaba explicar lo que para su corazón era evidente y que era captado al instante generando el más eficaz de los acompañamientos. Quizás tuviera que ver con que las emociones de sus mascotas no requerían de interpretación: si había alegría, la cola, las orejas y todo el cuerpo bailaban; si tocaba la tristeza, el hacerse un ocho, la búsqueda del espacio más oscuro, la caída de ojos en el abismo no dejaban dudas. La belleza de la sencillez.
Ricardo se reconocía en esa claridad, oasis ante tanto desierto de palabra, explicación y teoría. Compartía su preferencia  por la intuición que establecía otras rutas en su andar ordinario. Para él resultaba imprescindible mezclar su paso con la huella del gozque de turno al que llamaba del mismo nombre que el primero, Totó, aquel que le enseñó la ternura  de  la mirada.

Ricardo ralentizaba  el disfrute de la pieza fresca, saludable, colorista, jugosa, mientras el Totó de última generación asistía circunspecto al ritual cuya fragancia le trasladaba a lomos del sentir nostálgico de Ricardo,  a un patio donde la vida, generosa, brindaba su más refrescante cosecha. Guau, guau. Buena semana.


domingo, 20 de diciembre de 2015

UN CONCEPTO MÁS EXTENSO DE LA CREACIÓN ARTÍSTICA

Celedonia y Graciela, enfundadas en sus trajes negros, se acercaron a la puerta para dar la bienvenida a los más pequeños de la familia que, con cierta periodicidad, acudían a su casa en aquel recóndito pueblo.
Los ojos infantiles reflejaban el desconcierto ante la apariencia siniestra de las dos mujeres que contrastaba con la calidez de su hospitalidad. Un  olor a natilla con canela flotaba en el ambiente de aquella casa que se asomaba al mar desde una suave loma. En los alrededores  crecía una variedad insospechada de flores alojadas en los más insólitos objetos: latas, botes, cacharos, garrafas eran reconvertidos en ingeniosos maceteros. Las encargadas de velar por este paraíso vegetal eran las dos rudas mujeres, de manos encallecidas, de gesto adusto, fieles a un luto que se perdía en los anales de la historia (con mayúscula y con minúscula).
Cuando llegaba el momento de la visita de los pequeños cuya mirada  situaba a las adorables damas  en la vejez eterna como si de una foto fija se tratara, estas dueñas de negro, paradójicamente,  desplegaban su anverso, ese poder luminoso y creativo que se convertía en dulces postres y sabrosos platos.

En el robusto mueble que presidía la pared principal del salón junto al reguero de fotos familiares en blanco y negro, sepia y color, varios pequeños tarros de cristal, otrora depositarios de conservas, con un lazo hecho a base de ganchillo al cuello, acogían  ramilletes de flores de mundo donde quedaba expresada toda la delicadeza de aquellas grandes mujeres para quienes la creación artística era un concepto más extenso que el habitual. Nutrían el estómago y el corazón, aunaban alimento y belleza. En sus manos machucadas latía la vida.   Buena semana.



domingo, 13 de diciembre de 2015

AVIÓN, NOCHE, SOL

Emiliana sentía que se eternizarían los días hasta que estuviera acomodada  en el  asiento del primer avión que habría de tomar en los próximos días. Quedaba menos de una semana para el inicio de la travesía y decidió tomar una manzanilla en la cafetería conocida popularmente, por su ambiente acogedor,  como La Quitapenas. La banda sonora del local reproducía Life vest under your seat , (Chaleco salvavidas bajo el asiento) cantada por un Pedro Guerra que instaba a reflexionar sobre la naturaleza humana. La canción se adhirió a la piel de Emiliana y de ahí buscó camino hacia su corazón. Mientras sonaba el eco bilingüe y machacón del estribillo, ella se decía que una parte importante de su vida, por motivos laborales, la había pasado utilizando el transporte aéreo y que, paradójicamente, cuando estaba a miles de metros de altura  aspiraba , con deleite, el dulce aroma de la seguridad.
Emiliana recordaba su primer vuelo de larga duración y cómo había decidido que a partir de ese momento haría una puesta a punto de enfados, miedos y tristezas, tanto antiguos como recién paridos. En aquel aparato oblongo donde el control no estaba en su mano optó por pilotar a través de las corrientes que se movían en su interior, borrascas y alguna que otra ciclogénesis explosiva incluidas.
Rememoraba que inició este ritual en su primer viaje a Miami, veinte años atrás. Por aquel entonces, no había adoptado como tarjeta de presentación el nombre de Emily , más en sintonía, al parecer de propios y extraños, con la empresaria de futuro prometedor en la que se había convertido gracias a un espíritu de superación y a una férrea disciplina. No era especialmente afecta a la corriente anglófila tan de moda en su entorno; en parte gracias a la gestión más que mediocre de cierto profesor de inglés que le legó una lista interminable de palabras descontextualizadas y un anecdotario personal insulso que sirvió para alargar las soporíferas clases de un sistema educativo obsoleto. Pero guiada por un sentido práctico, herencia de la abuela paterna, según las historias familiares y que la genética se encargó de hacer presente, realizó  la cirugía fonética de su nombre original que , paso a paso, quedó reducido, en su uso a los círculos más íntimos hasta que a día de hoy solo tenía presencia como interlocutora en sus mudos y aéreos diálogos internos.
En esos momentos de introspección, Emiliana sin el maquillaje Emily, agasajaba a sus temidos monstruos, caminaba por las brasas ardientes de temores y rabietas, acechada por las bestias de la tristeza, la melancolía y el dolor. Su vida cotidiana reubicó toda oscuridad en el ático de gran altura que visitaba de vez en vez, como si de un ardiente amante se tratara.
Envuelta por la altitud, respiraba todo su sentir. Comprendía y se comprendía. Se sentía eterna observando cómo iban envejeciendo viejos temores y se alumbraban otros llorones  pero cada vez más frágiles.
Vivía feliz en ese sol y sombra en los que se bebía cada día y cada noche, deleitándose con cada sorbo. Era su reino privado al que no tenía acceso nadie más que ella. Y así, con cada vuelo, actualizaba las versiones dramáticas en formato  visión sostenible de su cada vez más, por decisión propia, alegre existencia.
Emiliana de puertas adentro, Emily de puertas afuera, aprendía a saborear la vida y a disfrutar lo que brinda cada acierto o cada tropiezo; y así acompañó la tisana de una contundente tarta de queso que la solícita pero contradictoriamente  distraída camarera le sirviera aunque ella le hubiera  pedido un casero flan de coco. Emiliana versus Emily  pensaba, en ocasiones similares que la torpeza solo era consecuencia, del cansancio que produce  la falta de atención. Buena semana.


domingo, 6 de diciembre de 2015

¡BICHOS, BICHOS, ESTA NOCHE VAIS A MORIR!

Guillermo contempló desolado el paisaje que se intuía  en aquella fantasmagórica y gélida noche. Tras varias horas de carretera, sentado en la parte trasera de un camión militar, había llegado al que sería su lugar de residencia durante una larga temporada. Al inicio del viaje la mezcla de acentos devenía en una Babel caqui y en miniatura que revoloteaba persistente en el aire enrarecido de aquel asfixiante espacio rectangular. A Guillermo le zumbaban los oídos pues al continuo murmullo de intensidad variable según baches u otros accidentes de la orografía se le sumaba el viaje de cuatro horas que le había llevado hasta la capital desde su tierra natal, una lejana isla de clima templado.Una vez en el aeropuerto de la metrópolis junto a sus nuevos compañeros de ruta había sido conducidos hasta los vehículos que alineados semejaban una gigantesca y aguerrida oruga.
Guillermo llevaba una existencia apacible en su lugar de origen. Tenía muchos motivos para ser feliz y uno de los mas importantes era la amistad con Leandro, cultivada entre confidencias sobre mal de amores, acrobacias y complicidades que databan de la niñez. La causalidad disfrazada de casualidad quiso que Leandro hubiera de cumplir el servicio militar precisamente en la misma, lejana y helada tierra peninsular a la que Guillermo acababa de arribar. Pero en un destino que estaba  a unos cinco kilómetros del suyo.
Y así Guillermo llegó, tras una agotadora jornada ,al Polvorín cuya custodia pasaría a ser su principal ocupación en las próximas estaciones.
Tras descender del camión, anduvo en fila al lado de otros  iguales que en el transcurrir de los meses venideros conformarían el único paisaje humano estable. No las tenía todas consigo y a cada paso que daba, se situaba, producto de  su mente atenazada por el miedo, en un macabro campo de concentración ideado por la humanidad en su mejor versión siniestra. Se imaginaba cual prisionero en la tristemente célebre segunda gran guerra, camino a su disolución en medio de la nada. El pelo rapado, el frío que no desaparecía con la ropa de invierno que aprisionaba su piel y la angustia como epidermis contribuían espectacularmente a esta sensación de final no deseado.
No parecía haber luz esperanzadora en aquel ambular grisáceo. Solo unos focos potentes a cuyo través se visibilizaba una cortina de fina aunque persistente lluvia que por momentos se transformaba en agua nieve.
Según se acercaban hacia el cuartel, la película que Guillermo iba visionando en solitario  incorporó una banda sonora de letra macabra donde resaltaba el estribillo”¡Bichos, bichos, vais a morir esta noche!”. Bocas anónimas y veteranas aullaban "¡De esta noche no pasaréis!" con groseras risotadas como epílogo.
Guillermo una vez dentro del cuartel observó rostros que le observaban y siguiendo las instrucciones recibidas, se situó al lado de  una metálica e impersonal silla junto a la litera que sería su metálico e impersonal lecho. La cabeza le daba vueltas y a pesar de la baja temperatura, ardía de dolor.
Unos minutos mas tarde, en el umbral del barracón surgió una figura diligente enfundada en la pesada ropa militar. Solo eran visibles unos ojos intensos, almendrados y oscuros que se dirigieron raudos hacia la figura de un Guillermo extenuado. Con un tono desangelado y autoritario el mando castrense increpó a Guillermo de tal forma que el recién estrenado soldado se perdió en un laberinto de explicaciones a medio cocer totalmente  ininteligibles. El mundo era una fuerza altisonante, oscura y pesada que caía sobre Guillermo.
No pasaron dos minutos hasta que el cabo se bajara el pasamontañas y una sonrisa de dientes entrañables y desiguales trajera el rostro de Leandro, quien por necesidades de servicio, había ido a parar al lugar en el que se encontró con su mejor amigo. La estancia, otrora glacial y amenazadora trocó en cálida y reconfortante. El abrazo, la compañía, la seguridad de ser sostenido desde el afecto se abrieron camino en aquella lejana tierra, perdida en los mapas en una estación invernal. Guillermo y Leandro compartieron  complicidades, esas que crean vínculos que, por mucho tiempo que pase,  nos se deshacen. Buena semana.