Angustias sonreía a la primavera
que asomaba ese año con timidez; pedía permiso la estación para desplegar su calidez intermitente pero progresiva; su finiquito dejaría paso al
abrazo abrasador del estío. Angustias se reconocía en los meses primaverales:
la luz del día se ampliaba y la vida
principiaba. Con las fresias decorando su casa y su corazón, Angustias atendió la llamada de Javier, su único hijo
varón que le consultaba sobre una perreta que el pequeño Roberto se había cogido ante la negativa de
su padre a satisfacer un deseo
inmediato. Javier amaba a su hijo; había sido un niño deseado y tanto él como
su mujer, Aurora, se habían tomado muy en serio la responsabilidad de traer un
hijo al mundo. Angustias pensaba que tal vez en exceso; para sus progenitores, Ismael era un auténtico tesoro, aun antes de
nacer. Justo es decir que ella no se encontraba en ese brete y como dice el dicho, “qué bien se ven los toros
desde la barrera”. Y aunque, en alguna ocasión había insinuado a los padres de Ismael que “una
tortita en la nalga a tiempo podría evitar golpes mayores y sobre todo,
innecesarios, en el futuro”, la mirada petrificadora de un par de ojos de Medusas
la paralizaron a la hora de seguir con su propuesta. Así que Ismael
imperaba en el reino doméstico a base de
llantos, “ojitos de cordero degollado”, e incluso alguna fiebre de inesperada
aparición, en sospechosa coincidencia, eso sí, con alguna frustración mal
digerida del pequeño.
Angustias le recordaba a su hijo
que el papel de adulto debía ser representado por personas mayores que habrían
de desarrollar la energía y tranquilidad suficientes para ser los líderes
adecuados en la ardua tarea de integrar al infante en la sociedad. Tal como
hacían los animales; pero a diferencia de las bestias, contando con el mágico
arsenal dialéctico de los valores, aunque pareciera que estos estuvieran encerrados en un
baúl bajo siete llaves.
Javier era mucho de hablar, de
tomar opinión y confiaba en que su pequeño lo viera como un amigo mas que como
un padre. Angustias pensaba que tal vez la muerte prematura de su primer esposo,
Luis, tuviera mucho que ver con este deseo idealizado. Sea por lo que fuere, esta vez, optó por escuchar, sin expresar juicio alguno,
la larga letanía de Javier que, a pesar de pasar de la treintena, había delegado su poder en quien no podría
gestionarlo. Angustias había aprendido que en cuestión de errores propios y
ajenos está bien que cada cual aprenda a
asumirlos. Sabía que toda explicación no supone una justificación sino la
descripción correcta o incorrecta de acontecimientos en el tiempo, por muy dañinos o crueles
que fueran.
Angustias entendió que Javier sí
era lo suficiente mayor para hacerse cargo de su decisiones y ella para dejarlo
hacer; con el sentido de humor que se
había cosido a su piel, parejo a sus arrugas nacidas con el devenir del tiempo, pensaba en qué poco
le habría durado el cargo al rey de la selva si
sus acciones dependieran del
deseo de los cachorros que monos, lo que se dice monos, lo son; pero que para el ejercicio del
poder con cordura, donde la prioridad sea la supervivencia digna y el bien común, la cosa no depende de una monada. Buena semana.