LA EXTRACCIÓN DE LA PIEDRA DE LA LOCURA
La señora Leticia Callejas se dispuso a abrir la puerta del aula. Anticipándose a la alfombra espinosa en que se había convertido el espacio que habitaría en la siguiente hora se sentía como el personaje de Tom Sharpe, el sufrido Wilt, ante la clase llamada Carne Uno, que en este caso, estaba formada por quince chicos y diecisiete chicas, quinceañeros en pleno apogeo, que concebían el centro educativo como un lugar de encuentro social en el que secundariamente, se asistía a clase.
La señora Leticia Callejas se dispuso a abrir la puerta del aula. Anticipándose a la alfombra espinosa en que se había convertido el espacio que habitaría en la siguiente hora se sentía como el personaje de Tom Sharpe, el sufrido Wilt, ante la clase llamada Carne Uno, que en este caso, estaba formada por quince chicos y diecisiete chicas, quinceañeros en pleno apogeo, que concebían el centro educativo como un lugar de encuentro social en el que secundariamente, se asistía a clase.
La señora Callejas estaba en el tramo final
previo a la jubilación. Aun restaban tres años según la legislación vigente
para concluir su vida laboral y dado el vaivén político de los últimos tiempos
no las tenía todas consigo a la hora de poder fijar una fecha que finiquitara
su tarea docente. Amaba su trabajo pero entendía que tres décadas de entrega al
modelado de cerebros juveniles eran argumento válido para despedirse con la
satisfacción del deber cumplido; siendo además de justicia `pasar el testigo a
las nuevas generaciones con las que gustaba conversar y de quienes tanto aprendía.
El día era extrañamente lluvioso en aquel
reseco paraje. La afluencia de alumnos, por lo inesperado de la situación
meteorológica, había sido inusualmente baja. Al abrir la puerta de la clase, la
señora Callejas se encontró con el vacío tal como ocurriera, desde el inicio de
la jornada, en las diferentes estancias académicas. No había nadie. La tormenta
había borrado de la faz del instituto a todo pupilo que hubiera osado siquiera
merodear por el edificio escolar. La profesora se acercó a la mesa y su vista
se detuvo en una lámina colorista que no le costó reconocer pues había
contemplado, en diferentes ocasiones, el original expuesto en el Museo del Prado, en sus escapadas culturales que hacía
en compañía de la familia con la excusa de algún puente o fecha festiva. La
obra era “La extracción de la piedra de la locura” de El Bosco.
Desconocía cómo había llegado la pintura
hasta aquel lugar pero casi sin darse cuenta se encontró centrada en la mirada
de los personajes. Siempre le habían intrigado esos mensajes que ella intuía en
las pupilas del cuarteto grotesco, especialmente en las del paciente abnegado
que deseoso de volver al redil de la cordura, solicitaba la intervención de
cualquier pseudo competente o lego disfrazado con los ropajes de la sapiencia,
que garantizara la paz sabia, denegada a la estulticia. Sentado en una silla,
transformada en improvisada mesa quirúrgica, dejado el calzado a buen recaudo,
vestido con blanco y amplio jubón y calzas rojas y prietas, se rendía al dolor
innecesario, al disparate del aprendiz de Merlín, que le aseguraba que tras la
operación, entendería por qué unos triunfaban y otros fracasaban, la razón de
que fuera maltratado, vilipendiado, disuelto en el nebuloso reino del ostracismo
y el secreto de la fama, el poder y la gloria. Esos ojos crédulos que se ponían
en manos ajenas para poder mirar, que desconocían la fuerza que brotaba de su
interior, que necesitaban con urgencia de la anuencia del otro, fuere quien
fuere, trasladaban su estupidez a la boca, pintándola como desdibujada mueca,
cráter de un profundo volcán que, en plena erupción, murmuraba: – “Señora
Callejas, ya verá cómo me curará este experto. Me ha costado lo suyo pero
merecerá la pena…señora Callejas, ya verá……” La profesora podía sentir cómo se
deslizaba la sangre lentamente por la cabeza del iluso mientras el ramplón se
sumergía en un sueño mas profundo que en el que había vivido hasta este
momento, para iniciar el último viaje en una tulipa vegetal reconvertida en negra
carabela. Con desagrado ante el final previsible, la profesora giró la cabeza.
La señora Callejas al cambiar el centro de
atención se fijó en la meticulosidad de los dedos del falso galeno que, con
extravagante instrumental hurgaba en la cabeza del insensato; el espúreo doctor
se mostraba dispuesto a recibir sin
cumplir con la palabra dada, tal como atestiguaban el embudo en posición
invertida como tocado y la bolsa repleta de dinero. A fin de cuentas, él no
había obligado a aquel simple al yugo que
voluntaria, e incluso se diría que felizmente, se sometía. Era obvio que había
que aprovechar la oportunidad que se le
ofrecía en bandeja pues no estaban los tiempos para desperdiciar ocasiones como
estas. Con unos cuantos incautos de esta urdimbre podría mudarse a otro lugar
donde, sin pasado acusador, iniciar una vida nueva, libre de los grilletes que
impone la miseria. Afortunadamente tenía labia, ese don con el que había nacido
y que, una vida maleada por las tristezas y el hambre, había desarrollado hasta
sus mas altas cotas. Si bien era verdad que su rostro se enfrascó en una
máscara triste de la que no hubo placer
que lograra zafarlo, aceptaba complaciente el orden desigual de las cosas y
estimaba que cada uno tenía un lugar en el mundo diseñado vete a saber por
quién que, supuestamente, conocería cuál sería el sentido del devenir de las
piezas humanas, dispuestas a moverse en el tablero vital, ignorantes de las
reglas del juego, incluso de la elemental que indicaba cuándo se ganaba o se
perdía. El ficticio especialista era un superviviente nato, listo aunque no
inteligente, y, camaleónico, sobrevivía igual en las saladas aguas del océano
que en las áridas tierras del desierto, sin que los cadáveres que dejara a su
paso, marino o terrestre, le impidieran conciliar el sueño. Él no había
decidido que las cosas fueran así, solo era una pieza de un engranaje
siniestro por el que no sería aplastado.
Para eso estaban los idiotas como el que tenía a su merced, para eso estaba él,
extrayendo un tulipán negro que, debidamente adornado, mostraría como el origen
de los desafueros del que inevitablemente, al final de la operación, sería
finado. Desde la profunda aflicción, desde la honda amargura, levantando la
vista de la flor que emergía de la cabeza del paciente y elevándola al rostro
de la señora Callejas, espectadora de los siglos venideros, susurraba: - “Si no
soy yo, será otro,….esto es lo que hay….y hay que vivir……..si no soy yo, será
otro”.
La señora Callejas parpadeó en busca de un
antídoto que deshiciera el encantamiento del que se sentía presa. Pero una
fuerza superior, inexplicable, le hacía fijar su interés esta vez en el
personaje vestido con un hábito religioso que le hablaba al simple; su sermón
iba acompañado de convincentes gestos de su brazo derecho, palma vuelta hacia
el cielo; asimismo el docto no se separaba de la jarra que asía con su mano
izquierda. Presenciaba el monje la escena de la cura médica mientras el codo
izquierdo se apoyaba en la mesa a falta de otro sólido sostén. Pensando
en el enfermo, se decía que bien conocía él a los individuos de esa calaña:
despreciables, inferiores, que no sabían aprovechar los dones otorgados y que
por esta razón, necesitaban de la tutela y el amparo de los que asumían su
superioridad en la jerarquía natural del mundo y que estaban dispuestos a
respetarla y mantenerla. Había que hablar a los de esta especie con palabras
cortas, atender a sus primarias
urgencias, procurar el bálsamo inmediato que aliviara el dolor, el láudano a
medio plazo que facilitara su manipulación y el lenitivo definitivo que
legitimara la expulsión de la esperanza como habitante del mundo terrenal y su
empadronamiento en otro hogar etéreo, inmaterial, extra mundano. La paz que
proporcionaba esta solución final no tenía precio y cada mentecato, engullido
por un verbo incomprensible, desbordado por un corazón ingente, diluido en un
ansia desmesurada, cedía gustosamente los derechos de gestión de su patrimonio
a quienes, parecían estar destinados a proporcionar calma a tanta tormenta
interna. A fin de cuentas, de qué servían las riquezas si no se podía disfrutar
de ellas, perseguido por la guadaña afilada de la depresión, que sisaba el
tiempo, robaba el hálito, tornaba el día luminoso en oscura cueva del Averno.
El falso religioso desde su
contradictoria vestimenta sabía cómo se servía al prójimo: sacándole de su
ignorancia con la extirpación de la posibilidad de abrazar el logos en mor de
la economía existencial. A fin de cuentas, para qué ofrecer margaritas a un
cerdo, basta con que se alimente de bellotas y así todo el mundo gana….La
señora Callejas oía resonar en sus oídos la voz grave, sibilina, que
certificaba la incapacidad de pensar y sentir de aquel sandio, ejemplar
representativo de toda una caterva de memos. Retumbaba de forma semejante la
autocomplacencia del fraile que, instalado en una seguridad jactanciosa,
sentenciaba: –“Menos mal que estamos nosotros para meter en el redil a las
ovejas descarriadas. ¿Qué serían de ellas sin nuestra protección? ¡Ardua tarea la que nos ha sido encomendada! ¡Si
queremos evitar el caos…el poder tiene que estar en nuestras manos...! ¿Quién
se va a fiar de los ineptos, de los majaderos, defectuosos por nacimiento, si
ya la tara les es consustancial? ¡Difícil la vida de los iluminados, dura
empresa la de los elegidos, intrincada misión no exenta de sacrificios…!
La señora Callejas se revolvió en el traje
chaqueta color musgo que, con el ajetreo quedó descompensado, por lo que se
apresuró a recolocarlo hasta que se ajustó a
su cuerpo delgado, producto de una vida dedicada al deporte, y esbelto,
consecuencia de una disciplina férrea en el entrenamiento del sutil arte de
saber sostener la propia silueta. Se fijó, en este momento, en la única imagen
femenina de la lámina que había atrapado su atención y casi inmediatamente, fue presa del
aburrimiento y cansancio que exhalaba la expresión de la dama. El libro
cerrado, enorme, depositado sobre la cabeza de la mujer, en un equilibrio
propio de un perito funambulista se le antojaba a la señora Callejas como una
losa bajo la cual la desencantada figura anticipaba el descanso eterno. Sangre
de horchata, ajena a todo lo humano, viviendo en la invisibilidad de su género,
hacía un esfuerzo titánico para evitar que su cara se viniera abajo gracias a la
mano derecha reconvertida en firme puntal. Tanto los ropajes, que ocultaban
cuerpo y cabello, como su bolsa, de quien no se separaba, único Dios digno de
recibir su pleitesía, aunque su juramento la vinculara a otro menos terrenal,
la envolvían en una eterna cápsula, infinita antesala de la sempiterna espera
de su transformación en una alegre crisálida. Para ella no había nada por lo
que luchar; todo obedecía a una autoridad externa, que la perpetuaba en el
légamo al que su origen mujeril la condenara; afortunadamente no necesitaba
vender su cuerpo para alimentarse o buscar varón que la mantuviera, pues al
haber ingresado en una orden religiosa, todas esas necesidades perentorias
quedaban si no colmadas, al menos resueltas. Las demandas del cuerpo eran harina
de otro costal pero no se podía tener
todo en este mundo; bien se lo habían enseñado, bien ella lo había aprendido.
Su devenir eligió el tedio como rúbrica vital y no había espectáculo en donde
el fariseo metido a ciencias oficiara de doctor despachara burlonamente al
farabute de turno, o prédica en la que la execrable voz del endemoniado devoto,
se considerara palabra divina, que
derribaran el parapeto de la indiferencia y tornaran su andar en camino
vivaz. Sabía qué mundo le había tocado en suerte y no se inmutaba ante un
desconcertante sonido que le recordaba vagamente el jadeo de la
excitación tan lejana en la memoria de su gozo. Esa resonancia se perdía en el
mar de la apatía sin llegar a puerto,…ese eco nacía de los labios de la señora
Callejas que resoplaba, pues su mente cultivada con el abono de los números y
las formas geométricas, se rebelaba ante la alucinación de la que era testigo.
Apartó de un manotazo aquella locura pictórica y sus personajes sucumbieron a
un terremoto que les hizo rodar por un perenne, circular y gótico talud.
La señora Callejas salió del aula diciéndose que tendría que aumentar el
tiempo de asueto pues ya tenía una edad en la que el cansancio juega malas
pasadas y lo que acababa de presenciar era el botón de muestra. Bien sabía ella
que no tenía que haberse quedado hasta las dos de la mañana preparando unas
unidades de programación que estaban tan demencialmente alejadas de la realidad
a la deriva, de aquellos jóvenes estudiantes, sin brújulas ni cartas de navegación
fiables; desestructurada realidad que peligrosamente viraba hacia las costas de
los personajes que por arte de birlibirloque se tornaron en seductores cantos
de sirenas, ese día extrañamente lluvioso en aquel reseco paraje.
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