Mario
descansaba en el dormitorio. Revuelto como el tiempo otoñal hubiese dado lo que
fuera porque su cabeza parara en su constante girar.
La noche
anterior había bebido y su garganta parecía una gruta áspera, reseca, envuelta
en un perfume acre. En su cara se dibujaba el gesto adolorido que al
despertarse se topa de bruces con los excesos del alcohol. No quedaba otra que
esperar a que el tiempo hiciera su labor. El problema era que calculó mal y se
había pasado; para mas inri en dos horas se habría de incorporar a una reunión
de trabajo donde, a pesar de ser el que menos peso tenía, se esperaba su total
entrega.
¡Me cago en
la atención plena! – dijo, al tiempo que intentaba fijar su vista en un punto
del cuarto convertido en noria. Por un momento deseó que todo desapareciera, él
incluido en los anales del olvido humano.
Recordaba,
ahora con inútil pesar, como repitió un mantra cazado al vuelo en la barra del
bar donde había recalado con compañeros de la oficina tras la cena de negocios
en el restaurante japonés de moda. Y ahora el sabor salado amenazaba con
convertirlo en cherne para sancocho. La frase decía “Beber por haber bebido, no
hay nada perdido” y lo que empezó como un ingeniosos y alentador juego se
convertía ahora en lavanda sonora de una película terror.
Empezaron las
náuseas y el sudor frío. Mario optó por no modificar la posición horizontal y
conteniendo la respiración se entretuvo en el repetitivo y absurdo deporte de
machaque obsesivo.
“Si es que no
aprendo, si es que soy un crápula- repetía cansino.
Pasaban
lentos los minutos por la estancia en penumbra y Mario seguía visitando su
particular e intenso parque de atracciones sujeto a una eterna montaña rusa.
Haciendo un
esfuerzo titánico logró llegar hasta la cocina, abrir la nevera, tomar la bolsa
de hielo y volcarla en el fregadero para, acto seguido, emulando a Paul Newman
en El golpe, sumergir su rostro en una helada e irregular piscina.
El impacto
fue impactante. Repitió la operación una y otra vez hasta que dejó de sentir
las punzadas en la frente, el ardor de las mejillas; en suma, hasta que dejó de
sentir y su cara pareciera haberse sometido a un lifting de urgencia.
Gesticulando
de modo grotesco fue recuperando la movilidad facial; solo cierto tiempo después cayó en la cuenta de la
anastasia, su flor preferida, depositada junto a una nota en la que con caligrafía
gótica y cómplice se indicaba que la cafetera estaba preparada. Además había un
añadido en el que le comunicaba que la reunión había sido suspendida por indisposición
de su jefe, para el que también la fiesta nocturna parecía haberle pasado
factura.
Mario nunca
se había sentido importante; por el contrario se identificaba con el último de
la fila y así vivía desde en la aceptación resignada; sin embargo, esa mañana
sentía que la suerte le guiñaba un ojo y
le vino a la mente el rostro ajado y risueño de su tía Emilia, con el paisaje
montañoso de fondo, diciéndole” Ten confianza en ti; especialmente en los
momentos mas desastrosos pues recuerda que incluso un átomo hace sombra”.
Mario sonrió al enigma nunca resuelto, a pesar de su
empeño, de cómo su tía Emilia, mujer
rural y sin estudios, conocía las
palabras de Pitágoras. Buena semana.