domingo, 28 de mayo de 2017

Nº 202. LA TERTULIA

Pablo entró en la cafetería que tenía el clásico nombre de un lugar de encuentro, ÁGORA; bien es verdad que para una parte de la clientela, el local era un quitapenas, sin pretensión intelectual o literaria más allá de la que inspirara el exceso de alcohol.
Pablo se reunía allí, una vez a la semana, con tres colegas que el tiempo y el compromiso trocaron en amigos.
Pablo disfrutaba de la charla inteligente e ingeniosa semanal. Hablaban de los temas más variados, serios o baladíes, según soplara el viento de la inspiración.
Pablo se acercó al lugar justo cuando en la barra un cliente se quejaba “¡Esto es un atraco!” Por lo visto le habían cobrado un recibo de la luz desorbitado. Con los ojos como platos continuaba “¡Así, sin más!” para concluir ahogando la rabia en un buen trago de ron Arehucas.
Pablo saludó a los tertulianos y se sentó al lado del más joven de los participantes que, al tiempo que murmuraba “pues no sé si te valdrá”, pasaba el cargador a un conocido cuyo móvil se había quedado sin batería. Incorporado a la charla escuchó con atención al que llamaban pinturero; le pusieron este mote porque alardeaba afectada y ridículamente de ser bien parecido, fino y elegante.”Creo que condiciona mucho” sentenciaba, refiriéndose a la importancia del interés privado en la gestión pública.
Pablo pidió al camarero el cortado de siempre. Este tranquilizaba como podía al desdichado usuario de la empresa eléctrica. Le consolaba como podía” Me refiero a lo de la anestesia y el atraco” le decía, explicándole que por igual con aviso o sin él, la estafa era la misma. Respondía el otro “Podría ser” con la convicción mermada por los efectos de la bebida.
Pablo vio al empleado guiñarle un ojo que parecía querer decir “era para ver si colaba” Acto seguido se dispuso a ejecutar el pedido. En la barra, el hombre que había entrado como vendaval murmuraba palabras, frases, sonidos, apenas ininteligibles “Bueno, déjame pensar” “uff” “el azar y yo no congeniamos demasiado” “ a ver..”
Pablo saboreó el café y leche, versión miniatura. El mayor de la mesa preguntaba “Qué juego es?” pues el pinturero le habló de lo que se llamaba la pirámide y que consistía en invertir y lograr inversores en cascada, augurando pingües beneficios. Prudente, con la sabiduría que otorga la edad, se mantuvo escéptico y socarrón, se desmarcó del tema apuntando “en la quiniela del instituto me van a echar” con lo que dejaba claro su poca fortuna y que no tenía intención alguna de participar en aquel embrollo."Qué sí", susurraba la tentación, perdiendo fuelle.
Pablo dijo en voz alta “A ver que me centre”. Le parecía que no era de fiar el juego que ofrecía mucho con poca inversión. El pinturero, empeñado en convencer chocó con la oposición frontal del grupo. El más joven musitó “Ummmm, el azar y la ciencia no son compatibles” y pasó a pedir la segunda ronda que modificaría la anterior con la incorporación del coñac .Llegaba el momento carajillo. Quedaron las palabras flotando como si fueran puntos suspensivos.
Pablo, después de los puntos suspensivos se dirigió al pinturero, sabedor de que lo que no podía resistir su engreído, aunque apreciado amigo, era un reto. Ante su “¿A ver cómo tejes esta historia? el aludido iba a contestar cuando se oyó un estruendo junto a la caja registradora. Un hombre yacía en el suelo. Tenía en su mano una servilleta en la que había garabateada una ecuación Azar= Dios.
Los tertulianos se apresuraron a socorrerle pero el beodo insistía “no hace falta”. El propietario del establecimiento, amigo del borracho, con la calma que da la experiencia, le agarró por un sobaco mientras concluía “Creo que ya lo tienes todo pensado”. Sabía que no quedaba otra para el perjudicado que se fuera a dormir la mona. También tenía claro que tal como era, le costaría un triunfo conciliar el sueño. Y en un arrebato de ternura inusual en él, proclamó “Esa cabecita no para”. Habló por teléfono con un familiar del accidentado y continuó su tarea tras dejar a buen recaudo al hombre maltrecho en una discreta mesa.
Pablo y compañía iniciaban la ceremonia del adiós con el pedido final, el coñac de la arrancadilla. Ya hacía rato que había anochecido fuera. Dentro la luz alumbraba y se cobraba de manera desigual. Buena semana.


domingo, 21 de mayo de 2017

Nº 201 ME HAN BORRADO LAS HUELLAS DACTILARES


Maríya no podía creer lo que tenía ante sus ojos. El documento oficial de identidad parecía, a todas luces, correcto. Pero su mente tenía la certeza de lo contrario. Su boca, a modo de mantra, repetía una y otra vez “Me han estafado, me han estafado”. 
Maríya contemplaba, perpleja, el ir y venir de aquella gente de uniforme que se empeñaba en mostrar como real lo que ella sabía perfectamente que era ficción.
 Maríya se mareaba intentando fijar la pupila en el pequeño rectángulo móvil que una mujer alta, morena y con la nariz respingona enarbolaba como prueba irrefutable que sostuviera sus palabras.
Maríya estaba acostada en una cama y, a pesar de que intentaba levantarse, su cuerpo no obedecía los dictados de su voluntad.
Maríya sentía la boca como árido desierto. Tenía la impresión de ser una aulaga merced a la voluntad de vete tú a saber qué viento. Y sentía frío.
Maríya intentaba hacer razonar a aquellas personas atareadas, hacerles partícipes de su tragedia. Pero las palabras se adherían a su lengua y colgaban de su intención como inútiles tirabuzones de muñecas.
Maríya abrazó el sinsentido, nebulosa muda. Con un esfuerzo titánico logró esculpir seis vocablos en su cabeza que escupió con la fuerza de un disparo a boca jarro.
Maríya gritó “Me han borrado las huellas dactilares” a un polígono de papel que con su foto era sostenido por la mano férrea de la enfermera del turno de noche en el servicio de urgencias de un hospital atestado. Después calló. El calmante por goteo empezaba a desdibujar su dolor hasta convertirlo en una silueta, sin dedos que certificaran su existencia. Buena semana.

domingo, 14 de mayo de 2017

Nº 200 MÁS DURO VERSUS MADURO

Bernardo tenía el ojo izquierdo enrojecido. No sabía a qué se debía y para simplificar preguntas y respuestas hizo responsable de su malestar al clima. El calendario indicaba que estaba a punto de concluir el invierno pero la calima lo desmentía con su abrazo que abrasa y además, deja sin aliento.
Bernardo tiró de farmacia e inició el protocolo “gota va, gota viene”. Alternaba el cambio de las lentes de contacto por las gafas, relegadas últimamente al ostracismo doméstico, con el uso de la lentilla en el ojo derecho; se figuraba como un pirata virtual. Verdad era que nadie parecía percatarse del filibustero que llevaba dentro y ahora quedaba al descubierto. Pero este detalle no le desanimaba para vivir su día a día como si de una aventura en el Mar del Caribe se tratara.
Bernardo se acostumbró a parpadear más y empezó a secuenciar su visión ralentizando la imagen que fijaba en su retina. Seducido por los detalles, abandonó la óptica panorámica que tan útil le fuera en otros momentos y se propuso centrar su atención en los matices.
Bernardo seguía con el ojo sanguinolento pero se volvió más cercano a las cercanías que otrora se le antojaban microscópicas, en caso de que hubiese reparado en ellas.
Bernardo optó por cortar algunas pestañas que aumentaban el escozor ocular en su caída habitual. En principio, la visión sin la protección que filtrara, se tornó más clara, abandonando la fina cortina acuosa que a modo de niebla matutina se había vuelto asidua compañera. El bálsamo fue efectivo solo al principio; después, volvió la confusión visual. Aliviado momentáneamente siguió en su entrenamiento para abarcar y dotar de sentido lo minúsculo, lo secundario, lo que renuncia al protagonismo fundiéndose con el paraje, natural o artificial, que habitara.
Bernardo se entusiasmó con este nuevo ángulo de visión. Vecero de la farmacia, adquiría el líquido que con paciencia y pericia depositaba, gota a gota, en su mirar.
Bernardo, cuando la Semana Santa, clausuró las salidas de tronos con tronío, en medio de un aguacero que frustró un nuevo conato invasivo de arena flotante, se dijo que habría de encontrar otra coartada para aquel daño que había terminado por considerar natural.
Bernardo se hizo las pruebas médicas que anteriormente había desechado pues era de los que pensaban que mejor no ir al hospital por si te fueran a encontrar algo. Reconocía que este pensar, en modo machirringo, aunque no se sustentara en una base científica le calmaba más que las toallitas que varias veces al día enjugaban lágrimas y rojeces.
Bernardo visitó al especialista quien le derivó a la cirujana tras explicarle que el origen de la molestia estaba en el exceso de piel por el pasar de los años. La solución apuntaba a cortar lo que sobraba; la doctora le informó que la operación no sería tan dolorosa como para requerir de la inconsciencia; solo sería necesario el uso de la anestesia local para impedir que el dolor propio de toda intervención reparadora se convirtiera en sufrimiento, esto es, en dolor innecesario.
Bernardo decidió prepararse para la cirugía organizando un ritual en el que, agradeciendo la protección brindada por el párpado en su trabajo a destajo desde su nacimiento, y aún antes de él, pudiera abrirse a otra manera de contemplar la vida. 
Bernardo buscó la complicidad de lo cercano dando la bienvenida a ese nuevo enfoque. Organización, cuidado, confianza y humor tendrían protagonismo en esta ceremonia que marcaría el nacimiento a una mentalidad donde la madurez no estribaría en la apariencia de dureza sino en aceptar que la flacidez de la piel guarda secretas y entrañables tersuras añejas, cuya vivencia era hora de acomodar en el tierno álbum de los recuerdos ; unas en blanco y negro; otras en color. Buena semana.



domingo, 7 de mayo de 2017

nº 199 VECERA

Olivia se fue a vivir a otra ciudad por una de las dos razones que, habitualmente, propician el cambio de residencia: por amor o por trabajo; a veces ambas coinciden.
Olivia estaba enamorada hasta la médula y no dudó en dejar atrás abrigos y bufandas para derretirse bajo un sol de justicia; del cielo protector blanquecino y escaso pasó a cobijarse bajo una bóveda azul celeste que aumentaba su intensidad cuando principiaba julio.
Olivia aprendió otro idioma y su mirada descubrió la belleza de un lugar que con el pasar del tiempo llegó a conocer en cada recoveco. Y con el conocimiento vino el amor a la tierra, otrora extranjera, a sus tradiciones, a su manera de decir con piedra, flora y fauna… aquí hay vida.
Olivia empezó con lo de la fotografía de forma casual. En una tienda a la que se había habituado, pues rara era la semana que no acudía, fue obsequiada por su compra en el periodo navideño, con unos números que de coincidir con un sorteo tradicional otorgarían premios varios a los agraciados.
Olivia tenía treinta papeletas pues era una auténtica vecera. De hecho el personal del establecimiento la saludaba con afecto e intercambiaba con ella comentarios que a veces iban más allá del tiempo o del último vaivén político.
Olivia ganó una cámara fotográfica quince años atrás y a partir de ahí empezó a contemplar la vida con otros encuadres. Primero le atrajo las sonrisas y durante varias estaciones construyó un mundo de labios con tendencia ascendente y cachetes que apetecían pellizcar.
Oliva pasó una época en la que su pupila en el objetivo fijó el iris de los seres vivos que la rodeaban. Aprendía mirando el mirar ajeno.
Olivia se aventuró, más tarde, por el espacio urbano escudriñando esquina, portal, alféizar, rincón o detalle que le brindara un ángulo sugerente. Y así empezó su romance con el entorno del que poco a poco se sintió parte.
Olivia sabía que no se es solo del lugar en el que se nace sino del que te quiere. Y ella se sentía querida, cada noche y cada mañana por la ternura o la pasión de su amado. Pero también por el arrope de una tierra que retrataba en sus más genuinas manifestaciones. 
Olivia no solo era vecera de aquel comercio que estaba cerca de su hogar, al doblar la esquina. También era asidua del paraje que trayendo el aroma salado marino daba sostén a sus pies y alas a su imaginación con solo pulsar un click. Buena semana.