Aquella abuelita, arrugada como
una pasa, parecía navegar en la mecedora que años atrás recibió como regalo de
cumpleaños. Alisaba una y otra vez las piezas de ropa que en una palangana
rectangular formaban una pirámide irregular. Esta tarea se había convertido en
el centro de su quehacer y no había en el hogar, pequeña o mediana pieza textil
que no pasara por aquellas manitas colonizadas por la artrosis.
Roberto recuerda una estampa
fija :a su abuela Pepa repasando cada
centímetro de tela mientras charlaba con él; Roberto rememora que se había entrenado en calcular que su
equipaje de deporte requería de cuatro horas de concienzudo planchado manual,
nunca igualado, a sus ojos, por plancha alguna.
La abuela Pepa poco a poco fue
despidiéndose del uso del lenguaje, ejercitándose en la práctica del idioma de
la mirada; aun así en sus últimos años se estableció entre las dos
generaciones, el vínculo de la compañía silenciosa, el de las pupilas
cómplices, el del abrazo profundo, el de tantas enseñanzas que Roberto
actualizaría en los años venideros.
La abuela Pepa le ayudó a
contemplar el mundo desde la dulzura, la seguridad y la satisfacción. Robertito no
levantaba medio metro de altura cuando se grabó en su corazón un sabio consejo
que su mente mezcla con el sabor de la canela de la galleta que merendaba: toma
un caramelo cuando inicies algo nuevo.
Roberto, ahora, a sus casi cuarenta años, está a punto de ser padre por primera vez; mientras se dirige con celeridad
por los pasillos del hospital rebusca en el bolsillo derecho de su chaqueta un caramelo de nata, de esos que se te
pegan al paladar en cuyo envoltorio luce la silueta de una vaca sonriente. Roberto
siente ternura, confianza y alegría ante la etapa que se inicia; y en alguna
parte recóndita de sí mismo también siente como el miedo, desarmado, huye dando
un portazo.Aun con la almibarada, canela y
petrificada golosina adherida al paladar, Roberto abre la puerta del paritorio susurrando Gracias, abuela. Buena semana.