domingo, 28 de septiembre de 2014

EL MAS POTENTE DE LOS LÉXICOS: EL QUE SE ORIGINA EN EL CORAZÓN.

Angustias despegó la vista del libro gracias al cual se había trasladado, en la última hora, a la Italia en los albores de la Segunda Guerra Mundial. Había quedado atrapada por la descripción ágil del paisaje físico y emocional de Rosa quien fue  abandonada recién nacida en un convento y con el paso de los años, ante su visible falta de vocación religiosa,  es contratada como institutriz en la inquietante mansión de los Scarfiotti. La protagonista de “Melodía en la Toscana” posee un don especial: ver el origen de las cosas, las animadas y las inanimadas.
Angustias , disfrutando de la historia ardilada por Belinda Alexandra, calibraba si el poder otorgado a la huérfana, realmente se podría catalogar como tal o como maldición. Mientras saboreaba un zumo de apio y manzana, ligeramente picón, pensaba que el umbral del sentir no corre parejo al del pensar. Aspiraba el aroma de la mezcla de fruta y verdura intentando describir con palabras precisas el proceso de plantación, cultivo, recogida y transformación de los productos alimenticios que derivaron en un saludable brebaje blanquecino con puntitos verdes; a continuación pasó a  imaginar las sensaciones de esa misma secuencia concluyendo que un abismo separaba ambos intentos. En cuanto a intensidad, la percepción era, claramente, la ganadora.
Angustias agradecía a las palabras que construyeran puentes hacia la cordura. Pero defendía que un olor, un sonido, un color, un sabor, un roce, podían crear un universo entero donde la voz solo atinara a diseñar un torpe boceto. Compartía que el ansia humana por antonomasia se asentaba en lograr sentir el comienzo de las cosas, la causa del presente, la anticipación del futuro a la que solo de forma esporádica se accede. Porque la fuerza de lo intenso habita, por definición, en lo efímero del mismo; y ahí reside parte de su valor que se complementa con las expresiones que extraemos de la caja de sastre que es el lenguaje para aproximarnos a ella; pero que si no estamos ojo avizor, convierte los sentimientos en un auténtico desastre.
Angustias adoraba sentir; también rendía pleitesía a la palabra; por eso aprendía a tejer impresiones con los hilos del mas potente de los léxicos: aquel que se origina en el corazón. Buena semana.


.


domingo, 21 de septiembre de 2014

LA MÚSICA DE LA VIDA: HECHIZO DE PLACER Y ANTÍDOTO CONTRA EL DOLOR

Angustias dudaba entre dos fragancias pues ambas le resultaban atractivas si bien por razones diferentes. Una era fresca con un ligero matiz a lavanda; la otra derivaba hacia las costas de lo exótico, mezcla dulzona-picante con un tono ajazminado. Olía las tiras de papel a modo de probador así como el anverso de sus muñecas, prueba definitiva del efecto del elixir en su piel. Estaba en una farmacia que, como muchos otros establecimientos había diversificado su oferta de la que los medicamentos ocupaban solo la cuarta parte.
Angustias entretenida en el expositor de las esencias, situado junto al mostrador,  dejó espacio a un señor que, ojos enrojecidos semiabiertos, nariz pelada con restos de minúsculos cuerillos y voz que no estaba para cantar ópera, pedía un antigripal eficaz sin preferencia de marca alguna. Se imponía la diligencia ante la estética.
Angustias, envuelta en los bálsamos olorosos, cayó en la cuenta de que la época de los resfriados y gripes se había inagurado. Mientras sus retoños fueron pequeños, esta etapa del año suponía participar en el circuito de las visitas al centro médico, las noches sin dormir el agua caliente con eucalipto, la cebolla partida en la mesa de noche y los pañuelos que cedían su trono a los rollos de papel higiénico que rebosaban las papeleras con inusitada rapidez.
Angustias recordaba cómo en esos días la esperanza era un cielo azul estival, un sueño conciliado prolongadamente y la vuelta a la rutina donde comer no fuera una proeza y la fiebre fuera desterrada. Cuando se iniciaban los días del dolor y se imponía la visita al médico, en casa de Angustias se actualizaba la partitura que ayudaría a pasar el inevitable encuentro.
Angustias conoció a Serafín simultáneamente a la llegada de la enfermedad de su prole. Era el pediatra que se convirtió en un allegado de la familia. De pelo canoso, mostacho desparejo, andar encorvado y palabra seca, en un principio, apareció ante sus peques como el brujo malvado que ponía inyecciones hasta que el maléfico personaje trocó en aliado. Ocurrió cuando Angustias y Luis (su primer marido) lograron unir melodía y palabras mágicas y compusieron una canción que sería el antídoto para jornadas en las que imperaban los cambios de paños húmedos en las frentes, la lucha para la toma de la medicación y el aguante de las perretas. Aún recordaba esos versos que decían así
Serafín, fin, fin
Serafín, fin, fin,
Me mira la garganta.
Serafín, fin, fin
Serafín, fin, fin,
La barriga y la espalda.
Y yo le digo
¡Serafín, ya está!
Angustias rememoraba la entrada  en el ambulatorio de su familia al estilo de la cinematográfica Von Trapp y evocaba el rostro del maduro galeno cuando sus hijos le dedicaron su actuación en directo en la consulta sanitaria: la mueca que no pudo ocultar la sonrisa satisfecha y el brillo de los ojos azulados que se abrió paso entre las pobladas cejas grises. A partir de ahí Serafín dejó de ser demonio y pasó a convertirse en un ser mas acorde con su nombre.

Angustias volviendo a sus perfumes deseó que su vecino de mostrador encontrara la nana que le acunara en las siguientes horas con un reparador sueño. Ella optó por el efluvio contradictorio, el ácido azucarado, que esa noche flotaría en el aire del dormitorio en el que junto a Marcelo interpretaría su música preferida: la de una banda sonora húmeda y jadeante. Buena semana.

domingo, 14 de septiembre de 2014

MI DESEO, EN VERDAD, NO ES EL DE DESCUBRIR NOVEDADES

Angustias escuchó el informativo radiofónico que presentaba la campaña para el uso correcto del cinturón de seguridad en el tráfico rodado. Se explicaba que se haría controles intensivos a fin de concienciar a los usuarios del automóvil de las ventajas que suponía la utilización de la especial correa de sujeción. Se cifraba la de vidas que se salvarían en caso de siniestro, no solo en los asientos delanteros sino, principalmente, en los traseros.
Angustias era muy estricta en materia de seguridad automovilística y se negaba a iniciar la marcha hasta verificar que las bandas de retención se encontraban en la ubicación adecuada. Con el aumento de la flota móvil era una rutina que consideraba mas que justificaba y se alegraba de que la humanidad hubiera progresado, en cuanto a los desplazamientos se refiere, en velocidad tanto como en protección.
Angustias estaba familiarizada, desde pequeña, con el transporte que la acercaba a la escuela tras una hora de viaje. Don Miguel era el chofer que formaría parte del paisaje humano de su mas tierna infancia. Este hombre de campo, venido a la ciudad en busca de un porvenir venturoso conducía, primero un micro y después una guagua, conocida popularmente como La Cafetera por el ruido estridente con el que despertaba, durante el curso escolar, a los habitante del barrio de la zona alta de la ciudad.
Angustias recordaba cómo se optimizaba el espacio en aquel carricoche y especialmente le producía estupor la visión de los mas pequeños sentados en la parte superior del portabultos, sobre una alfombrilla, con la mirada en la luna trasera que, a contracorriente, recorría la ciudad; no había pretina, cincha ni siquiera un endeble andamiaje protector en el trayecto donde curvas y baches encontraban el eco gestual en las sacudidas sonoras  de los peques. Lo curioso es que no recordaba ningún percance (propio o ajeno) digno de mención  durante el tiempo que duró su estancia en tal oscilante dependencia. El bueno de don Miguel trocó el micro por guagua en el plazo de dos años y cada ocupante pudo por fin hacer coincidir la dirección del trayecto con la posición de los, ora adormecidos, ora inquietos, cuerpos infantiles.
Angustias pensaba en aquella época en la que se metía en cintura a todo aquel que obstaculizara el desarrollo ordenado de lo que los regidores del país tenían a bien dictar. Pero como aprendió con el devenir del tiempo, no existe faja que sujete con éxito total el variopinto hacer humano que hace crecer brotes creativos a impulsos de la necesidad.
Angustias evocaba la forma de motivación ideada por su familia para que fuera al colegio conforme y alegre, cuando aun reinaba la noche. La fórmula consistía en componer una canción donde letra y música neutralizaban el rechazo, en este caso, al extraño comienzo de la jornada escolar. Esta tradición cantautora fue transmitida por Angustias a su prole cuando el miedo y el dolor dibujaban una situación ante la que había que ardilar una respuesta sanadora. Eran versos libres o pareados que compusieron una particular banda sonora como ritual de transición hacia una nueva etapa de crecimiento: la caída de un diente, el fin de la chupa, el comienzo del cole, la visita al médico….

Angustias veía lo que le rodeaba y se sentía atraída irremediablemente por lo cotidiano; entendía que en ello residía lo valioso del vivir. Por esto sintió una profunda emoción al leer a Kierkegaard, autor danés considerado el padre del existencialismo, que afirmaba “Mi deseo, en verdad, no es el descubrir novedades; al revés, mi mejor alegría y ocupación favorita siempre será la de meditar sobre aquellas cosas que parecen completamente sencillas”. Buena semana.

domingo, 7 de septiembre de 2014

EL TRUCO ES QUERERSE Y PARA QUERERSE HAY QUE APRENDER A CUIDARSE, POR DENTRO Y POR FUERA.

Angustias se ajustaba el gorro de piscina cuyo diseño le trasladaba a un balneario de mitad del siglo pasado. La prenda, de marcado estilo vintage, le atrajo desde que entró en la tienda de deportes a fin de renovar su indumentaria natatoria; por lo que la lucía con gracia y desparpajo. Desde hacía mas de una década, asistía puntualmente al menos dos veces por semana al complejo deportivo, donde en consonancia con la variación de estación y horario, nadaba cuarenta y cinco minutos. Era una de sus queridas rutinas en la que coincidía con otras personas que, a fuerza de compartir calles y corcheras, habían pasado a formar parte de su habitual paisaje acuático; al igual que perlas de lenta gestación, aquellos seres se iniciaban con parsimonia en el reconfortante arte del diálogo, cada cincuenta metros.
Angustias, envuelta en agua y cloro, participaba en las micro tertulias cuyo repertorio temático abarcaba la salud (propia y ajena), los avatares familiares, el clima (con sus variaciones extremas) los sucesos cotidianos (locales y foráneos), el calendario de impuestos así como las últimas disposiciones de los gestores de la política (municipales, nacionales e internacionales).
Angustias  sentía admiración especialmente por los usuarios de la tercera edad que con cada brazada, fortalecían su cuerpo y con cada retazo de conversación, tonificaban su mente. Se congratulaba del progreso que en 20 años había observado en el perfil de sus colegas de entrenamiento. Afortunadamente, era cada vez mas un lugar común  que el cuidado (físico y emocional) se entendiera como responsabilidad propia, la prioritaria que habría que aprender a regular toda persona que se preciase de ejercer como tal. Por eso se deleitaba, especialmente,  ante la visión de esos cuerpos maduros, sabios por el tiempo vivido, flexibles por la disciplina del ejercicio y activos por el adiestramiento en la experimentación de la vida como vivencia y no mera supervivencia.
Angustias sabía que en el punto de partida para este vivir adulto y pleno estaba el compromiso y la decisión. A partir de ese momento, las acciones se encadenarían, como las cuentas de un collar hasta devenir en una joya única; para Angustias esa presea de oro era la autoconstrucción de la felicidad, tal como recordaba haber leído en La vida después,  donde se explicitaba que la felicidad también era una cuestión de voluntad, de perseverancia, contando con la capacidad de olvidar como ingrediente estrella. La escritora, Marta Rivero de la Cruz, en su novela sobre la amistad y otras formas de amar, cuya protagonista tenía nombre de triunfo, afirmaba, asimismo, que la felicidad era un derecho y una obligación con la que se nace.
Angustias nadaba contemplando las gotas de agua que  la luz de los focos, nocturnos e invernales, convertía en  una estela brillante, pareja a  sus brazos, giratorios como aspas de molinos mientras su cuerpo, boca arriba, avanzaba a fuerza de patadas. Al salir del recinto deportivo, doblemente desahogada, se sentía feliz, pisando con firmeza la tierra que la sostenía; fluyendo, como el agua por la que recién se deslizara; inspirando el aire que le hacía volar hasta lo imposible y mas allá; y sobre todo, apasionada, con el fuego que logra encender lo muerto.

Angustias sabía cómo era posible convertir en milagro el barro. El truco era quererse; y para quererse lo primero que hay que hacer es cuidarse por dentro y por fuera. Buena semana.