Claudia constató que la
luz de ese día llegaba envuelta, una vez más, en el chal de la fatalidad. Notaba
pesado, pétreo, plomizo, el aire que respiraba. Claro que se guardó de expresar sus
pensamientos por la misma razón que lo venía haciendo desde años atrás: pura
pereza. Paulatinamente dejó de comunicarse con el resto de la humanidad; no
hablaba con nadie; llegó hasta el punto de
no necesitar palabra alguna ni ser humano que la acompañara. Para eso
tenía su espléndido terrario con cuatro serpientes magníficas. Construyó un muro en su corazón y se hizo
amante de la imaginación. A veces la sensibilidad a flor de piel le hacía percibir
el más mínimo aleteo de una mariposa en
las antípodas , metida a persistente monitora de aerobic; otras, por el
contrario, encontraba serias
dificultades para distinguir la línea que separa el sueño de la vigilia y
deambulaba ajena a todo lo que respirara cotidianeidad. Y así día tras día.
Como cada jornada se deslizó cabizbaja
y anónima por la calle mayor de la ciudad, en puro centro histórico, flanqueada
por el constante fluir de la gente que, ajena, iba y venía.
No supo muy bien cómo fue que
reparó en aquella figura; y aunque desvió, precavida y rauda, la vista cuando la
mirada masculina apenas rozó su silueta, una vez más llegó tarde. El joven
terminó convertido en una hermosa y esbelta estatua de piedra.
-¡Otra más para la colección!-
suspiraba una resignada Claudia mientras increpaba por enésima vez a su abuela
Medusa por tan extravagante herencia. Y así le iba, sin hacer nada echándole la culpa a la genética.Buena semana.