Tamogante se envolvía con el
manto de la melancolía cada vez que llegaba noviembre. Tal vez fuera porque se
acortaban los días merced a un ajuste horario que no terminaba de aceptar. Tal
vez por ser la antesala del mes que finiquitaba el año. Tal vez porque
noviembre principiaba con el recuerdo de los fallecidos, queridos u odiados.
Tal vez porque para ella significaba pensar en el fin.
Tamogante tenía serias
dificultades para concluir ya fueran tareas, obligaciones o devociones. Ella
nadaba con más soltura en las aguas del inicio.
Tamogante tendía al momento
en el que se prende la mecha. Después, poco le importaba cómo acabara de
consumirse el pabilo. Le fascinaba el instante en el que la luz, aún diminuta,
iluminaba la negrura. Si de ella dependiera, con cada día, nacería no solo cada
jornada sino cada semana , cada mes, cada año, cada lustro, cada centuria, cada
milenio ….. cada vida posible e imposible.
Tamogante no lograba encajar
la última pieza del puzle vital que proporcionaría la visión panorámica de lo
vivido. Al contrario, retrasaba, con premeditación y si se terciaba, alevosía, la clausura.
Tamogante aprendió de
pequeña a coser. Le enseñó su madre, veterana maestra en el ardilar aguja e
hilo. Su progenitora perdía con frecuencia la paciencia ante la negativa de su
retoño a remachar lo bordado. La hija esgrimía como justificación de su
negativa su deseo de dejar la hebra a su aire, en libertad. La madre perpleja
ante tales desvaríos se blindaba con el coselete del sentido común y la
emprendía una y otra vez en vanos intentos por inculcar en aquella cabeza de
rizos como caracolillos que toda tarea bien hecha había de lucir una buena
conclusión.
Tamogante, ya ,mayor, siguió sintiendo en lo más profundo de su
corazón que en la vida el final es solo aparente; intuía que las personas somos
quienes nos empeñamos en encorsetarnos en fechas de inicio y cese. Afirmaba que
nuestros pasos no pueden estar enterrados en ataúdes virtuales y temporales.
Tamogante se guardaba para
sí estos pensamientos y con el escepticismo que, fértil, había crecido en su
interior asentía de forma automática a todo poner broches de oro de supuestas
etapas vividas, echar el cierre a los afectos trocados en desafección, cerrar
las heridas en tiempo y forma, experimentando una total indiferencia por todo
atisbo de convencionalismo.
Tamogante se entrenó en el
desapego inteligente de la exaltación del irremediable ocaso, tanto de las
castañas regadas con anís e historias tradicionales, como de las calabazas
carnavaleras que proponían disyuntivas donde el disenso condenaba a la trampa y
el consenso se vestía de golosina infantil.
Tamogante comprendía que su
identidad no requería de fin; que el fin no era el nif vital .No obstante, se
envolvía con el manto de la melancolía cada vez que llegaba noviembre. Buena
semana.