domingo, 26 de marzo de 2017

nº 193 ETIQUETAS

Nayara mueve el pie  izquierdo mientras su bolígrafo realiza un viaje continuo de la boca al pupitre  y viceversa. El trayecto de esta mini montaña rusa  se inicia con el despegue en la pista húmeda de los labios, prosigue con la sujeción a unos dedos inquietos entre los que el objeto volador identificado baila una danza asimétrica y finaliza con el aterrizaje más o menos accidentado en la superficie, otrora lisa y ahora devenida en paisaje con cráteres de distintas dimensiones. Y después, el viaje de regreso.Y vuelta a empezar.
Nayara extiende su visión panorámica, como águila en busca de presa,  sin detenerse en punto alguno. Oye las explicaciones del profesor que,  desde el otro lado de su mundo, llegan fragmentadas, ralentizadas, inconexas. Y más tardan en llegar que en irse.
Nayara resopla ante tanto vocablo ininteligible, ante tanto calor que ronda el agobio, ante tan poco espacio en un mobiliario escolar donde su cuerpo adolescente se desparrama  con difícil encaje.
Nayara quiere estar entretenida. La voz monótona del maestro la coloca en una suerte de sopor del que despierta bruscamente, bufando.  Le cuesta centrar la atención en algo que permanezca fijo. Por eso le gusta ver el ordenador o la tele o el móvil. Si por ella fuera estaría todo el tiempo pasando de una serie a otra, de un video a otro.
Nayara cree que ir al instituto es un rollo. Siempre hay muchas cosas que hacer durante mucho tiempo. Y  tiene que estar callada. ¡Con lo que le gusta hablar! A veces contesta a alguna parida de sus compañeros solo por oírse, que no escucharse.
Nayara no se lleva bien  con la atención, la memoria, la imaginación ni con el pensamiento. Su vida es un torbellino efímero. De hecho esa ventolera interna es lo único que experimenta como constante. Por eso se aburre tanto. Por eso olvida tanto.
Nayara podría ir ordenando el caos interno, especialmente,  si fuera acompañada, dentro y fuera del ámbito escolar,  en su aprendizaje del respirar la vida, la paciencia, la tranquilidad. Si pudiera volver a copiar letras organizadas en un ejercicio no solo mental sino corporal, como si de un monje medieval se tratara. Si fuera instruida  en  la repetición de un cuento, poesía o narración, patrimonio de la humanidad. Si le guiaran en el arte de leer en voz alta historias animadas de ayer y hoy y por qué no, de mañana.
Nayara sin embargo, será etiquetada con unas siglas que para ella serán su definición; quedará la solución depositada  en la medicación y en el tratamiento escolar diferenciado; que se traduce, en la mayoría de las veces,  en informes de seguimiento que tienen poca probabilidades de sobrevivir pues nadan en medio de un mar de informes similares y no hay tabla para tanto náufrago.
Nayara carece de rituales que le permitan representarse como algo constante en el fluir del  devenir. Ignora aún que el orden que ansia y necesita para desplegar sus mejores cualidades tiene que ver con el silencio, la repetición, la escucha atenta a la voz propia y ajena y con el percibir algo estable fuera de su cuerpo ,que le permita comprender cuándo acaba la ficción y cuándo empieza la realidad.

Nayara, mientras, ha provocado lo que a todas luces era inevitable: el bolígrafo se ha estrellado contra el hombro de su compañera de la mesa de delante; en el choque los restos han quedado dispersos…. Tal como está Nayara. Buena semana.


domingo, 19 de marzo de 2017

nº 192 MORISQUETA


Adán era una persona seria. Para él la vida exigía tener un plan que enmarcara la acción, ya fuera pasada, presente o futura. Era un hombre de cifras que no desdeñaba las letras; en su justa medida, naturalmente.
Adán no soportaba el histrionismo. Le gustaba que su rostro reflejara la simetría que consideraba natural. Admiraba el orden de la naturaleza; para él era la perfección.
Adán se recreaba en la visión geométrica de la realidad: el punto, la línea, el volumen. Investigaba a su alrededor descubriendo polígonos en dondequiera que posaba sus ojos; pensaba que encontrarlos era cuestión de tiempo, empeño y atención; formas y fórmulas regían su vida.
Adán, en caso de trocar en objeto, hubiese deseado convertirse en cubo de Rubik. Cada cara en un caos inicial que poco a poco se diluiría en la uniformidad monocolor: azul, blanco, rojo, verde, amarillo y naranja.
Adán catalogaba la contradicción como el obstáculo a derribar. Experimentaba el día como día y la noche como noche. El año tenía cuatro estaciones. Agosto era el mes de vacaciones. Y el 31 de diciembre, fin de año.
Pero Adán cambió. La vida le hizo una morisqueta , carantoña ,cuya incógnita no pudo despejar con fórmula alguna; después, aunque tuviera ese poder, no deseó su resolución matemática.
Adán se enamoró y amó. Cuando divisó, en la cuadrícula que era su paisaje vital, aquella sonrisa, franca, sin expectativa, que encajaba armoniosamente en un rostro asimétrico, se sintió perdido y encontrado. Como castillo de naipes en equilibrio precario, su vida se vino abajo.
Adán, hombre disciplinado, de espíritu espartano, resistió y se resistió al embate de lo que por primera vez se salía de su marco de referencia. Consultó analíticas y el estado de los neurotransmisores, ávido por encontrar una explicación para el arrebato que cada vez le preocupaba menos y le ocupaba más.
Adán, tras perder el tiempo necesario para comprender que no había tiempo que perder, reconoció que “se había definido con la lentitud del sol atravesando el cielo”, tal como escribiera Joyce Carol Oates en La hija del sepulturero.
Adán reconoció que Lilith y Eva eran las dos caras de una misma persona con la que tejió un hermoso vínculo; y aceptó que en él también estaba el bufón, el polichinela que llevaba dentro, tan escondido, que ni en carnavales  dejaba asomarse a la ventana.
Adán dejó de averiguar la forma de su corazón más allá del constante bombeo de sangre. Y a partir de entonces fluye con dicho torrente. 
Adán es feliz, aunque no siempre esté feliz. Buena semana.


domingo, 12 de marzo de 2017

nº 191 REBATIÑA


Amelia  se apartó del enjambre de niños y  niñas que se disputaba las guirnaldas de la cabalgata anunciadora del carnaval de la ciudad. Las serpentinas quedaban sepultadas por una lluvia de confeti que pronto extendió un manto multicolor en la calle principal, otrora centro económico y financiero trocado,  por arte de la imaginación, en el punto neurálgico de la fantasía.
Amelia y su familia  vestían un disfraz en cuyo diseño, confección y acabado había puesto todo el clan, ilusión, dinero y pericia. Representaba a un grupo de roedores atrapados en una trampa metálica mientras abrazaba una porción de queso amarillo, con agujeros incluidos.
Amelia disfrutaba con las carnestolendas, gusto que en su infancia le fue inoculado como las vacunas que dosis a dosis la protegían de las plagas infantiles Recordaba que cuando salía de cada visita al centro médico, le esperaba la naranjada en vaso grande y el sandwich mixto en la churrería  junto al ambulatorio  que ponía fin a la ceremonia en la  que aprendió a hacerse grande  haciéndose fuerte.
Amelia y su familia, en modo  nómadas, bailaban en la comitiva que acompañaba a una carroza que había optado por recuperar la estética bucanera .Transcurrieron varios kilómetros donde los encuentros efímeros, alegres, triviales poblaron de anécdotas, miradas, gestos y abrazos, el aire que de normal lucía enrarecido y serio.
Amelia saboreaba los rituales; con el pasar de los años  reconoció que gran parte de sus buenos recuerdos estaba vinculada  a pasarelas de diversa índole donde a veces era público y otras,  protagonista. Le embriagaba  la esencia de la ilusión en la cabalgata de Reyes cuando con avidez  se apoderaba de los caramelos que un ejército indisciplinado  de peques pretendía disputarle. Sonreía con el olor de las barras de pinturas de maquillaje que con el carnaval volvían su rostro del revés y le permitían asomarse a ser con otras posibilidades .. Se emocionaba con los efluvios del incienso que en Semana Santa  ambientaban la ciudad, esparcidos con generosidad por unos capuchinos púrpuras de ojos inquietantes. Disfrutaba del olor a sal mezclado con protector solar y after sun en los paseos marítimos cada verano….
Amelia en medio de la marea festiva de gente de ingenioso y  alegre vestir comprendió que su vida bien podría ser como una peculiar rebatiña en la que cada momento, dentro o fuera del desfile de turno, la situaba en pugna feroz por hacerse con la satisfacción  de exprimir hasta la última gota del jugo de la vida. Y así le va. Buena semana.



domingo, 5 de marzo de 2017

nº 190. OJOS EPICANTOS

Mauro tenía como  afición  pintar ojos. Empezó de niño y era su forma preferida de evocar. No solo retenía una mirada sino que la reproducía con total fidelidad utilizando trazos certeros.
Recordaba el azul mirar  de su madre y el azabache de su padre. Recordaba los arrugados candiles desde los que sus abuelos agasajaban su crecimiento. Recordaba la dulzura con que lo veía  su primera maestra descubriéndole mundos maravillosos en cifras y letras. Recordaba el ardor en las pupilas de su primer amor. Recordaba el gélido vistazo de la incomprensión ante  la injusticia tanto  cotidiana como excepcional. Recordaba el dolor hecho visión en cada uno de los pacientes que acudía a su consulta. Recordaba el egoísmo de la vista que destruye y abandona sin mirar atrás…
Y ahora, ante esos ojos epicantos, venidos de una lejana cultura, reposa, seguro de que el aire que respira es la vida convertida en vaharada de esperanza. Feliz conjuntivitis que hizo que ella recalara en el servicio de urgencias la noche que él tenía guardia. Feliz causalidad que ella no pudiera regresar a Japón, el país del sol naciente y su país de origen, por haber enfermado de una gripe que la tumbó una semana y cuyos últimos coletazos habían hecho que ella diera con sus pasos en aquel centro médico.

Bellos ojos epicantos que desde entonces miran junto a él. Y cuando se alejan, él los recuerda. Buena semana.