Angustias entró en el
pequeño recinto rectangular cuyo corazón era un mostrador con compartimentos de
diferentes medidas a través de los que realizar los trueques
económicos; mientras era verano fuera, en el interior el aire acondicionado
racheado trasladaba la estancia a un
otoño tirando a invierno; un dispensador de números rojo le ofreció el 49 como
indicador del momento en el que acercarse a una de las ranuras gigantes y
realizar la transacción.
Angustias esperaba custodiando
en sus manos un jarrón, mediano,
decorado con motivos orientales; estaba sentada junto a otras personas que, con
envoltorios opacos en mano o aferradas a sus bolsos, aguardaban y calculaban.
Angustias se fijó en que el
protocolo era el siguiente: una vez que tocaba la vez, mostrabas lo que ibas a vender
y el precio que estimabas oportuno; el empleado, amable, informaba que tal
objeto tenía un público muy restringido y ofrecía el cuarto de su valor en el
mercado de primera mano; si había regateo con final feliz se podía llegar hasta
el doble del precio inicial que aun así, sería la mitad de su valía original;
en última instancia el acuerdo habría de llevarse a cabo por unanimidad; tras esta peculiar operación
financiera, al abrirse la puerta, salían
rostros basculando entre la tristeza y el alivio, gestos que negaban la
justicia del valor de cambio del objeto cuyo propietario no había accedido al trato y
alguna que otra expresión de asombro divertido pues la casualidad había guiado
sus pasos en una parada previa al destino final, el contenedor de reciclaje.
Angustias celebró el ritual
comercial, requisito legal incluido y abandonó el local con un billete
encarnado y sin el jarrón japonés que, por catorce años habitó en un ángulo, no
oscuro, de su salón; tocaba mudanza y
era la oportunidad ideal para dejar atrás lo que no tenía lugar en el nuevo hábitat.
Angustias anduvo hasta la
cafetería que hacía esquina y que ostentaba un nombre tan delicioso como el de
las exquisiteces expuestas en sus sugerentes vitrinas; eligió una mesa junto a
la ventana mientras esperaba a Marcelo para compartir ese sin sin, cortado vespertino que, sin cafeína y sin azúcar, evocaba
un coctel mas alegre que su contenido real; eufonía juguetona como ella lo
llamaba; abrió el libro que le acompañaba por la página 118 y leyó “Te lo dije,
joven. Que el amor es el soldado que sobrevive a cualquier batalla”; y aunque
la historia escrita terminaba ocho páginas mas adelante, se demoró en descubrir
la resolución de la trama ideada por la escritora Elizabeth López Caballero,
bajo el inquietante título “En tierra de demonios”.
Angustias se dijo que por
mal que vinieran las cosas, afortunadamente cuando se trata del amor (en todo su despliegue de matices) no hay
acuerdo crematístico que pueda calcular su valor; ni requiere de la casualidad ni de la necesidad para su
alumbramiento; porque procurar el bienestar propio y ajeno es el GPS que
orienta su ruta; y en esta empresa siempre todo el mundo sale ganando. Buena
semana.
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