Angustias escuchó el informativo
radiofónico que presentaba la campaña para el uso correcto del cinturón de
seguridad en el tráfico rodado. Se explicaba que se haría controles intensivos
a fin de concienciar a los usuarios del automóvil de las ventajas que suponía
la utilización de la especial correa de sujeción. Se cifraba la de vidas que se
salvarían en caso de siniestro, no solo en los asientos delanteros sino,
principalmente, en los traseros.
Angustias era muy estricta en
materia de seguridad automovilística y se negaba a iniciar la marcha hasta
verificar que las bandas de retención se encontraban en la ubicación adecuada.
Con el aumento de la flota móvil era una rutina que consideraba mas que
justificaba y se alegraba de que la humanidad hubiera progresado, en cuanto a
los desplazamientos se refiere, en velocidad tanto como en protección.
Angustias estaba familiarizada,
desde pequeña, con el transporte que la acercaba a la escuela tras una hora de
viaje. Don Miguel era el chofer que formaría parte del paisaje humano de su mas
tierna infancia. Este hombre de campo, venido a la ciudad en busca de un
porvenir venturoso conducía, primero un micro y después una guagua, conocida
popularmente como La Cafetera por el ruido estridente con el que despertaba,
durante el curso escolar, a los habitante del barrio de la zona alta de la
ciudad.
Angustias recordaba cómo se
optimizaba el espacio en aquel carricoche y especialmente le producía estupor
la visión de los mas pequeños sentados en la parte superior del portabultos,
sobre una alfombrilla, con la mirada en la luna trasera que, a contracorriente,
recorría la ciudad; no había pretina, cincha ni siquiera un endeble andamiaje
protector en el trayecto donde curvas y baches encontraban el eco gestual en
las sacudidas sonoras de los peques. Lo
curioso es que no recordaba ningún percance (propio o ajeno) digno de mención durante el tiempo que duró su estancia en tal
oscilante dependencia. El bueno de don Miguel trocó el micro por guagua en el
plazo de dos años y cada ocupante pudo por fin hacer coincidir la dirección del
trayecto con la posición de los, ora adormecidos, ora inquietos, cuerpos
infantiles.
Angustias pensaba en aquella
época en la que se metía en cintura a todo aquel que obstaculizara el
desarrollo ordenado de lo que los regidores del país tenían a bien dictar. Pero
como aprendió con el devenir del tiempo, no existe faja que sujete con éxito
total el variopinto hacer humano que hace crecer brotes creativos a impulsos de
la necesidad.
Angustias evocaba la forma de
motivación ideada por su familia para que fuera al colegio conforme y alegre,
cuando aun reinaba la noche. La fórmula consistía en componer una canción donde
letra y música neutralizaban el rechazo, en este caso, al extraño comienzo de
la jornada escolar. Esta tradición cantautora fue transmitida por Angustias a
su prole cuando el miedo y el dolor dibujaban una situación ante la que había
que ardilar una respuesta sanadora. Eran versos libres o pareados que compusieron
una particular banda sonora como ritual de transición hacia una nueva etapa de
crecimiento: la caída de un diente, el fin de la chupa, el comienzo del cole,
la visita al médico….
Angustias veía lo que le rodeaba
y se sentía atraída irremediablemente por lo cotidiano; entendía que en ello
residía lo valioso del vivir. Por esto sintió una profunda emoción al leer a
Kierkegaard, autor danés considerado el padre del existencialismo, que afirmaba
“Mi deseo, en verdad, no es el descubrir novedades; al revés, mi mejor alegría
y ocupación favorita siempre será la de meditar sobre aquellas cosas que
parecen completamente sencillas”. Buena semana.
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