Angustias dudaba entre dos
fragancias pues ambas le resultaban atractivas si bien por razones diferentes.
Una era fresca con un ligero matiz a lavanda; la otra derivaba hacia las costas
de lo exótico, mezcla dulzona-picante con un tono ajazminado. Olía las tiras de
papel a modo de probador así como el anverso de sus muñecas, prueba definitiva
del efecto del elixir en su piel. Estaba en una farmacia que, como muchos otros
establecimientos había diversificado su oferta de la que los medicamentos
ocupaban solo la cuarta parte.
Angustias entretenida en el
expositor de las esencias, situado junto al mostrador, dejó espacio a un señor que, ojos enrojecidos
semiabiertos, nariz pelada con restos de minúsculos cuerillos y voz que no
estaba para cantar ópera, pedía un antigripal eficaz sin preferencia de marca
alguna. Se imponía la diligencia ante la estética.
Angustias, envuelta en los
bálsamos olorosos, cayó en la cuenta de que la época de los resfriados y gripes
se había inagurado. Mientras sus retoños fueron pequeños, esta etapa del año
suponía participar en el circuito de las visitas al centro médico, las noches
sin dormir el agua caliente con eucalipto, la cebolla partida en la mesa de
noche y los pañuelos que cedían su trono a los rollos de papel higiénico que
rebosaban las papeleras con inusitada rapidez.
Angustias recordaba cómo en esos
días la esperanza era un cielo azul estival, un sueño conciliado prolongadamente
y la vuelta a la rutina donde comer no fuera una proeza y la fiebre fuera
desterrada. Cuando se iniciaban los días del dolor y se imponía la visita al
médico, en casa de Angustias se actualizaba la partitura que ayudaría a pasar el
inevitable encuentro.
Angustias conoció a Serafín
simultáneamente a la llegada de la enfermedad de su prole. Era el pediatra que
se convirtió en un allegado de la familia. De pelo canoso, mostacho desparejo,
andar encorvado y palabra seca, en un principio, apareció ante sus peques como el brujo malvado
que ponía inyecciones hasta que el maléfico personaje trocó en aliado. Ocurrió
cuando Angustias y Luis (su primer marido) lograron unir melodía y palabras
mágicas y compusieron una canción que sería el antídoto para jornadas en las
que imperaban los cambios de paños húmedos en las frentes, la lucha para la toma
de la medicación y el aguante de las perretas. Aún recordaba esos versos que
decían así
Serafín, fin, fin
Serafín, fin, fin,
Me mira la garganta.
Serafín, fin, fin
Serafín, fin, fin,
La barriga y la espalda.
Y yo le digo
¡Serafín, ya está!
Angustias rememoraba la entrada en el ambulatorio de su familia al estilo de la cinematográfica Von
Trapp y evocaba el rostro del maduro galeno cuando sus hijos le dedicaron su
actuación en directo en la consulta sanitaria: la mueca que no pudo ocultar la
sonrisa satisfecha y el brillo de los ojos azulados que se abrió paso entre las
pobladas cejas grises. A partir de ahí Serafín dejó de ser demonio y pasó a
convertirse en un ser mas acorde con su nombre.
Angustias volviendo a sus
perfumes deseó que su vecino de mostrador encontrara la nana que le acunara en
las siguientes horas con un reparador sueño. Ella optó por el efluvio
contradictorio, el ácido azucarado, que esa noche flotaría en el aire del
dormitorio en el que junto a Marcelo interpretaría su música preferida: la de
una banda sonora húmeda y jadeante. Buena semana.
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