domingo, 21 de septiembre de 2014

LA MÚSICA DE LA VIDA: HECHIZO DE PLACER Y ANTÍDOTO CONTRA EL DOLOR

Angustias dudaba entre dos fragancias pues ambas le resultaban atractivas si bien por razones diferentes. Una era fresca con un ligero matiz a lavanda; la otra derivaba hacia las costas de lo exótico, mezcla dulzona-picante con un tono ajazminado. Olía las tiras de papel a modo de probador así como el anverso de sus muñecas, prueba definitiva del efecto del elixir en su piel. Estaba en una farmacia que, como muchos otros establecimientos había diversificado su oferta de la que los medicamentos ocupaban solo la cuarta parte.
Angustias entretenida en el expositor de las esencias, situado junto al mostrador,  dejó espacio a un señor que, ojos enrojecidos semiabiertos, nariz pelada con restos de minúsculos cuerillos y voz que no estaba para cantar ópera, pedía un antigripal eficaz sin preferencia de marca alguna. Se imponía la diligencia ante la estética.
Angustias, envuelta en los bálsamos olorosos, cayó en la cuenta de que la época de los resfriados y gripes se había inagurado. Mientras sus retoños fueron pequeños, esta etapa del año suponía participar en el circuito de las visitas al centro médico, las noches sin dormir el agua caliente con eucalipto, la cebolla partida en la mesa de noche y los pañuelos que cedían su trono a los rollos de papel higiénico que rebosaban las papeleras con inusitada rapidez.
Angustias recordaba cómo en esos días la esperanza era un cielo azul estival, un sueño conciliado prolongadamente y la vuelta a la rutina donde comer no fuera una proeza y la fiebre fuera desterrada. Cuando se iniciaban los días del dolor y se imponía la visita al médico, en casa de Angustias se actualizaba la partitura que ayudaría a pasar el inevitable encuentro.
Angustias conoció a Serafín simultáneamente a la llegada de la enfermedad de su prole. Era el pediatra que se convirtió en un allegado de la familia. De pelo canoso, mostacho desparejo, andar encorvado y palabra seca, en un principio, apareció ante sus peques como el brujo malvado que ponía inyecciones hasta que el maléfico personaje trocó en aliado. Ocurrió cuando Angustias y Luis (su primer marido) lograron unir melodía y palabras mágicas y compusieron una canción que sería el antídoto para jornadas en las que imperaban los cambios de paños húmedos en las frentes, la lucha para la toma de la medicación y el aguante de las perretas. Aún recordaba esos versos que decían así
Serafín, fin, fin
Serafín, fin, fin,
Me mira la garganta.
Serafín, fin, fin
Serafín, fin, fin,
La barriga y la espalda.
Y yo le digo
¡Serafín, ya está!
Angustias rememoraba la entrada  en el ambulatorio de su familia al estilo de la cinematográfica Von Trapp y evocaba el rostro del maduro galeno cuando sus hijos le dedicaron su actuación en directo en la consulta sanitaria: la mueca que no pudo ocultar la sonrisa satisfecha y el brillo de los ojos azulados que se abrió paso entre las pobladas cejas grises. A partir de ahí Serafín dejó de ser demonio y pasó a convertirse en un ser mas acorde con su nombre.

Angustias volviendo a sus perfumes deseó que su vecino de mostrador encontrara la nana que le acunara en las siguientes horas con un reparador sueño. Ella optó por el efluvio contradictorio, el ácido azucarado, que esa noche flotaría en el aire del dormitorio en el que junto a Marcelo interpretaría su música preferida: la de una banda sonora húmeda y jadeante. Buena semana.

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