Angustias notó la garganta reseca.
Desde cuatro días atrás llovía tierra, se respiraba tierra, el paisaje era
tierra. Así como el polvo en suspensión se fue acumulando en su tráquea, su voz
perdió el timbre que la caracterizaba y se mudó al reino del silencio, de la
nota cascada, de la vida, como jirón, desgarrada.
Angustias decidió que en las próximas
veinticuatro hora cuidaría su afonía y se convertiría en muda espectadora de
cuanto aconteciera a su alrededor. Y fue así como se percató de la rapidez con que se desliza el tiempo entre los dedos,
momento a momento. Abrió al azar un enorme libro azul y blanco que recogía Cartas
Memorables recopiladas por Shaun Usher y que mostraba al ser humano
confrontado con todo un bien ardilado catálogo de situaciones
posibles ( comunes o extraordinarias). Leyó una carta de Dostoiiesvki a
su hermano escrita mientras estaba preso
en la fortaleza de San Pedro y San Pablo
el 22 de diciembre de 1949; aun tardaría cinco años para recuperar la libertad;
aun estaban por escribir los clásicos Crimen
y castigo o Los hermanos Karamázov.
Angustias lloró mientras recorría
esas palabras en las que su autor imploraba al destinatario que no se apenara
por él. Sus lágrimas le aliviaron de la opresión que secuestraba su decir y se
sintió como si de tastana reseca se transformara en lodo moldeable. Tomó una de
sus infusiones favoritas, la olorosa manzanilla y le añadió unas gotitas de
whisky en homenaje al escritor que durante tanto tiempo le había deleitado
desde el Savoy y que se había ido, dejándole un sabor a orfandad.
Angustias dejó pasar el tiempo
necesario para que el agua salada cumpliera se función. En pocas horas la
rutina le pasaría a buscar. Pero ahora era el momento del callar, del observar,
del nostalgiar, como si de una tarde de domingo frío y lluvioso en el que se
nos ha quedado algo pendiente se tratara. Era el sabor del paso de la vida
contemplado bajo el balcón de la melancolía.
Angustias suspiró y disfrutó de
lo que sabía sería un momento etéreo y gris. Lentamente cerró el día con el
mejor broche que conocía, el de la complicidad de Marcelo, ante quien no le importaba
que por sus ojos discurrieran ríos de sal. Después llegaría la pasión. Buena
semana.
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