Angustias, una vez sentada, extendió
el brazo sobre la mesa rectangular. Al otro lado, una sonrisa inquieta le daba
la bienvenida envuelta en diminutivos almibarados.. La propietaria de la mueca
risueña tomó las manos de Angustias y las escrutó con pericia profesional. Una
vez concluida la inspección, determinó que lo mejor era hacer una manicura
francesa en las uñas de porcelana que se
disponía a componer.
Angustias aceptó la sugerencia y
observó la destreza de quien manipulaba la lima con atención plena en su hacer.
Era primera hora y se encontraba junto a la joven manicurista en un local
decorado a medio camino entre el dálmata y el leopardo. El lugar era espacioso
y reinaba el silencio solo roto por indicaciones de la profesional sobre la
posición del brazo, a las que se adosaban expresiones empalagosas que se
repetían como mantra.
Angustias notó que el aire se iba
enrareciendo segundos después de quedar abierto un bote de un líquido
transparente. Una alfombra blanquecina flanqueaba la silueta que las manos recortaban
sobre la superficie de la mesa. Eran los restos del limado convertidos en copos
casi etéreos. Todo era tranquilo y en tres cuartos de hora se acabaría la
renovación de sus extremidades superiores.
Angustias escuchó un “Qué tal,
chocho” que la sacó del duermevelas en el que se había sumergido acunada por el
olor soporífero y el relax al que se había abandonado. La contestación a este
saludo interrogativo fue “Cansada, chocho tonto”. A partir de ahí se fue
llenando el establecimiento de empleadas y clientas que desterraron al
ostracismo la paz anterior y con la alegría por bandera, flotaron los
calificativos mas variopintos con las que reconocer estados de ánimo de las
protagonistas reconvertidas en altramuces a lo basto.
Angustias se reía con los ojos y
el labio superior iniciaba la curva que reflejaba la diversión y la
perplejidad. Pensaba que aquel universo femenino trasgredía la corrección del
lenguaje y con humor establecía una radiografía certera sobre el estar y sentir
de aquellas mujeres.
Angustias quedó satisfecha con el
resultado final del trabajo demandado y salió a la calle pensando en lo
importante que es saber reírse de la vida, en lo sano que es la tolerancia con
la creatividad. Agradeció el ratito echado en aquel refugio de la desinhibición
lingüística y se dirigió a su café favorito, aquel que tenía nombre de
conversación inteligente, y mientras tomaba un leche y leche, retomó la lectura del misterio que envolvía la
muerte de Rosendo Franco en la obra de Jorge Zepeda Patterson, cuyo título
igualaba un nombre propio con el fémur mas bello del mundo.
Angustias agradecía el humor en sus
diversas vertientes. Entendía que era un ejercicio de creatividad que servía de
piedra de toque para la sociedad que indicaba lo que cuestionaba, incomodaba o
no estaba asumido por el ser humano. Comprendía que era necesario y que si bien
podría caer en ocasiones en la zafiedad,
era imprescindible para evaluar el rumbo de la historia humana. Se encontraba en ese momento en lo que llamó “Chocho
reflexivo” y con humor y uñas de
porcelana recién estrenadas, anduvo la mañana. Buena semana.
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