domingo, 1 de febrero de 2015

AQUELLAS TARDES EN LOS GRANDES ALMACENES DE RENOMBRE

Angustias tomó su cuaderno, regalo entrañable y artesano, y escribió:
Eliezer  de pequeño era un chico gordito, poco dado al ejercicio físico, apacible y con sentido del humor. Sabía lo que le gustaba y se relacionaba con el mundo sin que tuviera mayores pesares que los de otro chico cualquiera. Era hijo único y sus padres habían volcado en él el amor que se viste de presencia, atención y seguridad. Eliezer se sentía querido y no necesitaba atraer la atención de cuanto se movía tal como ocurría con frecuencia en los vástagos de familias numerosas sobre todo en los que ocupaban los últimos puestos de aparición en el teatro de la vida. Eliezer reconocía su originalidad que no precisaba  ser tildada de genialidad y que aceptaba con satisfacción.
Eliezer se quería. Pero sus progenitores estaban convencidos de que su cariño les legitimaba para decidir lo que era oportuno y lo que no. Así sin preguntar a su retoño que reía con mas frecuencia de lo que era habitual en sus iguales, optaron por apuntar al peque en artes marciales. Espantado ante la noticia que mamá y papá envolvieron con un agrandamiento de ojos y estiramiento de labios, el chico intentó disuadir a los gestores de su ocio argumentando que él ya tenía el tiempo ocupado en actividades placenteras que incluían el sano no hacer nada. Los adultos, sordos que no oyen ni escuchan, apenas corrigieron el rictus de sus bocas mientras le mostraban el equipaje de lo que se suponía que marcaría una nueva etapa en la vida de su adorado hijo.
Así cierta tarde, ventosa y fría, Eliezer   se encontró en medio de cuerpos sudados y malolientes, exhausto y a punto de rozar el mal humor hasta que su inteligencia le indicó, una vez mas, por dónde salir del entuerto.  
Cerca del gimnasio abrían sus puertas unos grandes almacenes de renombre que se convirtieron en la instalación favorita del niño donde, dos veces por semana, una hora y media cada vez, practicaba su deporte preferido: recorrer las distintas plantas de los dos edificios, escaleras mecánicas arriba, escaleras mecánicas abajo sin otro propósito que el averiguar para qué servía cada una de aquellas. Después tocaba ir al servicio, mojarse el pelo y esperar pacientemente la llegada, en el punto acordado, de sus queridos papás, que le interrogaban sobre la marcha de la iniciación del pequeño saltamontes urbano. Eliezer contestaba que era muy cansado y tras unas palabras de ánimo  se daba por concluida la conversación.

Duró la treta un mes porque el propietario del gimnasio se extrañó de que tras haber abonado la cuota solo hubiera aparecido una vez. Supuso que estaba enfermo y llamó a su casa cuando ya se acababa el mes en curso. Estupor, tristeza, preocupación y por último, sentido común fue la secuencia de escenas que conformaron la película de los instantes posteriores a la llamada telefónica que esparció la pintura de la realidad sobre la tan bien ardilada historia paralela de Eliezer. Aunque dijo lo que había hecho no estaba convencido de que sus padres le creyeran pero se limitó a seguir cultivando su tranquilidad y constatar lo que afirmara Luis Landero en EL balcón de invierno  que confesaba  la intuición que había tenido desde niño de que las verdades sencillas son poco creíbles. El traje de judo fue  utilizado varias semanas después en la cabalgata de carnaval de la ciudad   y, disfrazado, Eliezer siguió siendo ese chico feliz pero ahora bien documentado sobre las últimas tendencias de aquellos grandes almacenes de renombre. Buena semana.

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