Angustias tomó su cuaderno,
regalo entrañable y artesano, y escribió:
Eliezer de pequeño era un chico gordito, poco dado al
ejercicio físico, apacible y con sentido del humor. Sabía lo que le gustaba y
se relacionaba con el mundo sin que tuviera mayores pesares que los de otro
chico cualquiera. Era hijo único y sus padres habían volcado en él el amor que
se viste de presencia, atención y seguridad. Eliezer se sentía querido y no
necesitaba atraer la atención de cuanto se movía tal como ocurría con
frecuencia en los vástagos de familias numerosas sobre todo en los que ocupaban
los últimos puestos de aparición en el teatro de la vida. Eliezer reconocía su
originalidad que no precisaba ser tildada de genialidad y que aceptaba con
satisfacción.
Eliezer se quería. Pero sus
progenitores estaban convencidos de que su cariño les legitimaba para decidir lo
que era oportuno y lo que no. Así sin preguntar a su retoño que reía con mas
frecuencia de lo que era habitual en sus iguales, optaron por apuntar al peque
en artes marciales. Espantado ante la noticia que mamá y papá envolvieron con
un agrandamiento de ojos y estiramiento de labios, el chico intentó disuadir a
los gestores de su ocio argumentando que él ya tenía el tiempo ocupado en
actividades placenteras que incluían el sano no hacer nada. Los adultos, sordos
que no oyen ni escuchan, apenas corrigieron el rictus de sus bocas mientras le
mostraban el equipaje de lo que se suponía que marcaría una nueva etapa en la vida
de su adorado hijo.
Así cierta tarde, ventosa y fría,
Eliezer se encontró en medio de cuerpos
sudados y malolientes, exhausto y a punto de rozar el mal humor hasta que su
inteligencia le indicó, una vez mas, por dónde salir del entuerto.
Cerca del gimnasio abrían sus
puertas unos grandes almacenes de renombre que se convirtieron en la instalación
favorita del niño donde, dos veces por semana, una hora y media cada vez,
practicaba su deporte preferido: recorrer las distintas plantas de los dos
edificios, escaleras mecánicas arriba, escaleras mecánicas abajo sin otro
propósito que el averiguar para qué servía cada una de aquellas. Después tocaba
ir al servicio, mojarse el pelo y esperar pacientemente la llegada, en el punto
acordado, de sus queridos papás, que le interrogaban sobre la marcha de la
iniciación del pequeño saltamontes urbano. Eliezer contestaba que era muy
cansado y tras unas palabras de ánimo se
daba por concluida la conversación.
Duró la treta un mes porque el
propietario del gimnasio se extrañó de que tras haber abonado la cuota solo
hubiera aparecido una vez. Supuso que estaba enfermo y llamó a su casa cuando
ya se acababa el mes en curso. Estupor, tristeza, preocupación y por último,
sentido común fue la secuencia de escenas que conformaron la película de los
instantes posteriores a la llamada telefónica que esparció la pintura de la
realidad sobre la tan bien ardilada historia paralela de Eliezer. Aunque dijo
lo que había hecho no estaba convencido de que sus padres le creyeran pero se
limitó a seguir cultivando su tranquilidad y constatar lo que afirmara Luis
Landero en EL balcón de invierno que
confesaba la intuición que había tenido
desde niño de que las verdades sencillas son poco creíbles. El traje de judo
fue utilizado varias semanas después en
la cabalgata de carnaval de la ciudad y,
disfrazado, Eliezer siguió siendo ese chico feliz pero ahora bien documentado sobre
las últimas tendencias de aquellos grandes almacenes de renombre. Buena semana.
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