Angustias tomó su cuaderno, regalo entrañable y artesano, y
escribió:
Apenas faltaban cinco
minutos para que concluyera la actuación previa a la de Alberto que, junto al
grupo de amigos con el que desgranaba las horas del ocio, sumaría un grano de
arena en la recaudación de la gala benéfica. Impulsados por el amor, los padres
de un pequeño de cuatro años, enfermo de una de las llamadas enfermedades
raras, habían movido cielos y montañas para, apelando a la solidaridad de
propios y extraños, sumar céntimo a céntimo el dinero necesario que emitiera la
tarjeta de embarque al quirófano de la
esperanza.
Alberto calzaba un 42 y la coreografía a ejecutar
requería pasos ligeros, coordinados, lo
cual no hubiese sido muy complicado de no ser porque tenía que moverse sobre
unos tacones… de aguja. Solo el corazón tan grande de Alberto podía actuar de
antídoto ante la presión que sufrió en los ensayos y en el estreno de una pieza
musical en clave de ja.
Alberto era hombre de zapatos anchos, de clanclas; a decir verdad,
siempre que podía andaba descalzo; por eso trataba de mantener el suelo de su
casa libre de pelusas y polvo pues le gustaba la vida libre pero aseada.
Al término del número, henchido de satisfacción por no haber
terminado cuerpo a tierra, Alberto dejó que los dedos de sus pies se estiraran
a gusto después de habitar en el mas férreo coselete. Suspiró con gusto y se
preguntó cómo era posible que las mujeres pudieran aguantar aquel insoportable
sufrimiento y que toda una industria que se alimentaba del mismo no tuviera
entre sus prioridades a la hora del diseño, el bienestar femenino. Se admiró de
la fortaleza de quien suele adornarse con calificativos como el de bello pero
débil sexo. Se dijo, una vez mas, que no todo lo decible, por ende , es real y
abriendo el grifo de agua caliente, echando un puñado de sal gorda, sumergió
sus pies doloridos, diciéndose que al menos, en esta ocasión, el sacrificio
merecía la pena. Todo sea por intentar hacer el bien, bien. Buena semana.
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