Los niños doblaban con precisión
el envoltorio cuadrado, rojo y plateado. Sus
pequeñas manos se esmeraban para que la superficie del papel coloreado. quedara lisa. Era un ritual en el que habían sido divertidamente instruidos,
tiempo ha.
Sentados frente a su madre,
primero saboreaban la ambrosía, con fruición, sin prisas; después iniciaban,
concentrados, el imprescindible alisado para hacer aflorar la ansiada multiplicación.
La madre contemplaba con seriedad contenida el ir y venir de aquellos dedos infantiles- a veces pringosos de restos dulces- entregados con suma pericia a su quehacer sagrado.
Una vez concluida la tarea, se producía la ofrenda en la que, por orden, cada uno entregaba la diminuta envoltura, sometida a un intenso lifting, a la matriarca.
La madre contemplaba con seriedad contenida el ir y venir de aquellos dedos infantiles- a veces pringosos de restos dulces- entregados con suma pericia a su quehacer sagrado.
Una vez concluida la tarea, se producía la ofrenda en la que, por orden, cada uno entregaba la diminuta envoltura, sometida a un intenso lifting, a la matriarca.
Los ojos, abiertos como platos, seguían la trayectoria del amasijo terso que desaparecía entre los senos
maternales para, segundos después , reaparecer convertido en una crujiente
chocolatina: quid pro quo.
Las miradas ilusionadas
comprendían (con su estómago, corazón y cabeza) que la magia les habitaba; la belleza les definía y la paz les alimentaba.
La ceremonia del tierno reciclaje coincidía con el el cobro del jornal del padre. La paga, en su camino a casa, hacía una breve parada en la tienda
del barrio .Allí la sonrisa paterna se dibujaba anticipando el gozo de los
peques. Y empezaba la revolución del querer protagonizada por seres empadronados en el inasible reino del anonimato
Pero de esto, los niños no tenían
consciencia. Ellos, pasmados, solo veían aquel pequeño y sabroso paralelogramo que les
convocaba a la mágica abundancia de la vida. Buena semana.
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