domingo, 13 de septiembre de 2015

AL CALOR DE LA LLUVIA CRECEN TANTO LA BUENA COMO LA MALA HIERBA

Gervasia se plantó frente al pequeño huerto pertrechada con tijeras de podar, pala, rastrillo, bolsas y otros atarecos. Dispuesta a habitar el terreno familiar en las próximas dos horas  iba vestida con la ropa que facilitara la posición cuerpo a tierra. Y en realidad,  algo tenía de trinchera aquel espacio rectangular patrimonio de su estirpe pues allí no quedaba otra que, en cuclillas o  boca abajo, contactar directamente con el suelo y tragar el polvo.
Gervasia regresaba de unas cortas vacaciones en un paraje del interior donde el término medio había sido exiliado: cuando hacía frío, tocaba abrigarse hasta la coronilla. Cuando hacía calor, cada inspiración era lava candente que con la espiración trocaba en brasas ardientes. En su lugar de residencia, ahora, era otoño pero Gervasia disfrutaba de una primavera interior de cuyo mantenimiento se ocupaba con gozo.
Llevaba lloviendo varios días en modo  chispi chispi cuando Gervasia hundió sus botas en una foundé terrosa que recubría semillas, hojas y pequeños bichillos con una masa canela y compacta.
Gervasia revisó amorosamente el estado de ramas, hojas, troncos y raíces y tras esta concienzuda ITV se dispuso a recorrer y, si era menester, sanar el entorno de cada vegetal.
Gervasia  pensaba que a la llamada de la vida hecha agua , no solo crecía lo plantado desde la consciencia sino todo aquel hierbajo que al encontrar espacio y lugar, colonizaba mundos ajenos, adornando aunque fuera efímeramente, pues lo que no se cultiva, no da frutos.
Gervasia se dijo que tendría que emplearse a fondo para discernir qué dejar y qué arrancar en aquel lugar donde la vida se desplegaba en toda su paradoja. Y a ella le tocaba desempeñar el noble oficio de jardinería. Así que no quedaba otra que, con atención, sumergirse en el fango. Buena semana.






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