Gervasia se plantó frente al
pequeño huerto pertrechada con tijeras de podar, pala, rastrillo, bolsas y
otros atarecos. Dispuesta a habitar el terreno familiar en las próximas dos
horas iba vestida con la ropa que facilitara la posición
cuerpo a tierra. Y en realidad, algo
tenía de trinchera aquel espacio rectangular patrimonio de su estirpe pues allí
no quedaba otra que, en cuclillas o boca
abajo, contactar directamente con el suelo y tragar el polvo.
Gervasia regresaba de unas cortas
vacaciones en un paraje del interior donde el término medio había sido
exiliado: cuando hacía frío, tocaba abrigarse hasta la coronilla. Cuando hacía
calor, cada inspiración era lava candente que con la espiración trocaba en
brasas ardientes. En su lugar de residencia, ahora, era otoño pero Gervasia
disfrutaba de una primavera interior de cuyo mantenimiento se ocupaba con gozo.
Llevaba lloviendo varios días en
modo chispi chispi cuando Gervasia
hundió sus botas en una foundé terrosa que recubría semillas, hojas y pequeños
bichillos con una masa canela y compacta.
Gervasia revisó amorosamente el
estado de ramas, hojas, troncos y raíces y tras esta concienzuda ITV se dispuso
a recorrer y, si era menester, sanar el entorno de cada vegetal.
Gervasia pensaba que a la llamada de la vida hecha
agua , no solo crecía lo plantado desde la consciencia sino todo aquel hierbajo
que al encontrar espacio y lugar, colonizaba mundos ajenos, adornando aunque
fuera efímeramente, pues lo que no se cultiva, no da frutos.
Gervasia se dijo que tendría que
emplearse a fondo para discernir qué dejar y qué arrancar en aquel lugar donde
la vida se desplegaba en toda su paradoja. Y a ella le tocaba desempeñar el
noble oficio de jardinería. Así que no quedaba otra que, con atención,
sumergirse en el fango. Buena semana.
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