domingo, 13 de diciembre de 2015

AVIÓN, NOCHE, SOL

Emiliana sentía que se eternizarían los días hasta que estuviera acomodada  en el  asiento del primer avión que habría de tomar en los próximos días. Quedaba menos de una semana para el inicio de la travesía y decidió tomar una manzanilla en la cafetería conocida popularmente, por su ambiente acogedor,  como La Quitapenas. La banda sonora del local reproducía Life vest under your seat , (Chaleco salvavidas bajo el asiento) cantada por un Pedro Guerra que instaba a reflexionar sobre la naturaleza humana. La canción se adhirió a la piel de Emiliana y de ahí buscó camino hacia su corazón. Mientras sonaba el eco bilingüe y machacón del estribillo, ella se decía que una parte importante de su vida, por motivos laborales, la había pasado utilizando el transporte aéreo y que, paradójicamente, cuando estaba a miles de metros de altura  aspiraba , con deleite, el dulce aroma de la seguridad.
Emiliana recordaba su primer vuelo de larga duración y cómo había decidido que a partir de ese momento haría una puesta a punto de enfados, miedos y tristezas, tanto antiguos como recién paridos. En aquel aparato oblongo donde el control no estaba en su mano optó por pilotar a través de las corrientes que se movían en su interior, borrascas y alguna que otra ciclogénesis explosiva incluidas.
Rememoraba que inició este ritual en su primer viaje a Miami, veinte años atrás. Por aquel entonces, no había adoptado como tarjeta de presentación el nombre de Emily , más en sintonía, al parecer de propios y extraños, con la empresaria de futuro prometedor en la que se había convertido gracias a un espíritu de superación y a una férrea disciplina. No era especialmente afecta a la corriente anglófila tan de moda en su entorno; en parte gracias a la gestión más que mediocre de cierto profesor de inglés que le legó una lista interminable de palabras descontextualizadas y un anecdotario personal insulso que sirvió para alargar las soporíferas clases de un sistema educativo obsoleto. Pero guiada por un sentido práctico, herencia de la abuela paterna, según las historias familiares y que la genética se encargó de hacer presente, realizó  la cirugía fonética de su nombre original que , paso a paso, quedó reducido, en su uso a los círculos más íntimos hasta que a día de hoy solo tenía presencia como interlocutora en sus mudos y aéreos diálogos internos.
En esos momentos de introspección, Emiliana sin el maquillaje Emily, agasajaba a sus temidos monstruos, caminaba por las brasas ardientes de temores y rabietas, acechada por las bestias de la tristeza, la melancolía y el dolor. Su vida cotidiana reubicó toda oscuridad en el ático de gran altura que visitaba de vez en vez, como si de un ardiente amante se tratara.
Envuelta por la altitud, respiraba todo su sentir. Comprendía y se comprendía. Se sentía eterna observando cómo iban envejeciendo viejos temores y se alumbraban otros llorones  pero cada vez más frágiles.
Vivía feliz en ese sol y sombra en los que se bebía cada día y cada noche, deleitándose con cada sorbo. Era su reino privado al que no tenía acceso nadie más que ella. Y así, con cada vuelo, actualizaba las versiones dramáticas en formato  visión sostenible de su cada vez más, por decisión propia, alegre existencia.
Emiliana de puertas adentro, Emily de puertas afuera, aprendía a saborear la vida y a disfrutar lo que brinda cada acierto o cada tropiezo; y así acompañó la tisana de una contundente tarta de queso que la solícita pero contradictoriamente  distraída camarera le sirviera aunque ella le hubiera  pedido un casero flan de coco. Emiliana versus Emily  pensaba, en ocasiones similares que la torpeza solo era consecuencia, del cansancio que produce  la falta de atención. Buena semana.


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