Emiliana sentía que se
eternizarían los días hasta que estuviera acomodada en el asiento del primer avión que habría de tomar
en los próximos días. Quedaba menos de una semana para el inicio de la travesía
y decidió tomar una manzanilla en la cafetería conocida popularmente, por su ambiente acogedor, como La Quitapenas. La
banda sonora del local reproducía Life
vest under your seat , (Chaleco salvavidas bajo el asiento) cantada por un
Pedro Guerra que instaba a reflexionar sobre la naturaleza humana. La canción
se adhirió a la piel de Emiliana y de ahí buscó camino hacia su corazón. Mientras
sonaba el eco bilingüe y machacón del estribillo, ella se decía que una parte
importante de su vida, por motivos laborales, la había pasado utilizando el
transporte aéreo y que, paradójicamente, cuando estaba a miles de metros de altura aspiraba , con deleite, el dulce aroma de la seguridad.
Emiliana recordaba su primer
vuelo de larga duración y cómo había decidido que a partir de ese momento haría
una puesta a punto de enfados, miedos y tristezas, tanto antiguos como recién
paridos. En aquel aparato oblongo donde el control no estaba en su mano optó
por pilotar a través de las corrientes que se movían en su interior, borrascas
y alguna que otra ciclogénesis explosiva incluidas.
Rememoraba que inició este ritual
en su primer viaje a Miami, veinte años atrás. Por aquel entonces, no había
adoptado como tarjeta de presentación el nombre de Emily , más en sintonía, al
parecer de propios y extraños, con la empresaria de futuro prometedor en la que
se había convertido gracias a un espíritu de superación y a una férrea
disciplina. No era especialmente afecta a la corriente anglófila tan de moda en
su entorno; en parte gracias a la gestión más que mediocre de cierto profesor
de inglés que le legó una lista interminable de palabras descontextualizadas y
un anecdotario personal insulso que sirvió para alargar las soporíferas clases
de un sistema educativo obsoleto. Pero guiada por un sentido práctico, herencia
de la abuela paterna, según las historias familiares y que la genética se
encargó de hacer presente, realizó la
cirugía fonética de su nombre original que , paso a paso, quedó reducido, en su
uso a los círculos más íntimos hasta que a día de hoy solo tenía presencia como
interlocutora en sus mudos y aéreos diálogos internos.
En esos momentos de
introspección, Emiliana sin el maquillaje Emily, agasajaba a sus temidos
monstruos, caminaba por las brasas ardientes de temores y rabietas, acechada
por las bestias de la tristeza, la melancolía y el dolor. Su vida cotidiana
reubicó toda oscuridad en el ático de gran altura que visitaba de vez en vez,
como si de un ardiente amante se tratara.
Envuelta por la altitud, respiraba todo su sentir. Comprendía y se comprendía. Se sentía eterna
observando cómo iban envejeciendo viejos temores y se alumbraban otros
llorones pero cada vez más frágiles.
Vivía feliz en ese sol y sombra
en los que se bebía cada día y cada noche, deleitándose con cada sorbo. Era su
reino privado al que no tenía acceso nadie más que ella. Y así, con cada vuelo,
actualizaba las versiones dramáticas en formato visión sostenible de su cada vez más, por
decisión propia, alegre existencia.
Emiliana de puertas adentro, Emily de puertas afuera,
aprendía a saborear la vida y a disfrutar lo que brinda cada acierto o cada tropiezo; y así acompañó la tisana de una contundente tarta de queso que
la solícita pero contradictoriamente distraída camarera le sirviera aunque ella le hubiera pedido un casero flan de coco. Emiliana versus Emily pensaba, en ocasiones similares que la torpeza solo era consecuencia, del cansancio que produce la
falta de atención. Buena semana.
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