Celedonia y Graciela, enfundadas
en sus trajes negros, se acercaron a la puerta para dar la bienvenida a los más
pequeños de la familia que, con cierta periodicidad, acudían a su casa en aquel
recóndito pueblo.
Los ojos infantiles reflejaban el
desconcierto ante la apariencia siniestra de las dos mujeres que contrastaba
con la calidez de su hospitalidad. Un olor
a natilla con canela flotaba en el ambiente de aquella casa que se asomaba al
mar desde una suave loma. En los alrededores
crecía una variedad insospechada de flores alojadas en los más insólitos
objetos: latas, botes, cacharos, garrafas eran reconvertidos en ingeniosos
maceteros. Las encargadas de velar por este paraíso vegetal eran las dos rudas
mujeres, de manos encallecidas, de gesto adusto, fieles a un luto que se perdía
en los anales de la historia (con mayúscula y con minúscula).
Cuando llegaba el momento de la visita
de los pequeños cuya mirada situaba a
las adorables damas en la vejez eterna
como si de una foto fija se tratara, estas dueñas de negro, paradójicamente, desplegaban su anverso, ese poder luminoso y creativo
que se convertía en dulces postres y sabrosos platos.
En el robusto mueble que presidía
la pared principal del salón junto al reguero de fotos familiares en blanco y
negro, sepia y color, varios pequeños tarros de cristal, otrora depositarios de
conservas, con un lazo hecho a base de ganchillo al cuello, acogían ramilletes de flores de mundo donde quedaba expresada
toda la delicadeza de aquellas grandes mujeres para quienes la creación artística
era un concepto más extenso que el habitual. Nutrían el estómago y el corazón,
aunaban alimento y belleza. En sus manos machucadas latía la vida. Buena semana.
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