Asmara apretaba los puños y
golpeaba la cama del paritorio. Chillaba incorporándose y después se desplomaba
en un gemido que discurría hacia el mar del silencio de donde a modo de tornado
renacía el grito del dolor desgarrador de una nueva contracción. Llevaba horas
sin dilatar lo suficiente aunque a ella le parecía estar abierta de par en par.
Sufría. Procuraba respirar acompasadamente pero de su boca salía el más
variopinto catálogo de insultos y ordinarieces sin orden alfabético alguno. El
lenguaje del instinto y su creatividad al límite. Sin embargo en aquella habitación, puerta de llegada de su hijo al mundo, nadie se preocupaba por la
falta de decoro dialéctico de la parturienta. Y ella, venga a largar y a largar hasta que llegó la criatura. Y la vida se hizo eterno silencio en un segundo para dar paso a una cascada de agua salada que rodó por mejillas,
pechos, brazos y goteó hacia el suelo. No podía parar. Y no quería. Cuando a través de la cortina de lágrimas ,ya en modo chispi chispi, vislumbró el pequeño cuerpo
aun con restos de placenta y mucosidades varias, su boca hizo el amago de emitir
una palabra que buscó pero no encontró, esta vez, en otro catálogo, el de las maravillas.
Miró la mirada de su hijo, Julio, y comprendió lo que era la belleza, lo que era la
perfección. Entendió que la mirada del amor horada todo coselete de apariencias
y máscaras. Y que por mirar y ser mirada
de esta forma bien vale la pena vivir. Ella veía lo hermoso que habitaba más
allá del pliegue díscolo o la arruga arrogante; captaba la excelencia de lo que
es único, irrepetible, valioso. Amaba el mundo porque se amaba a sí misma. Y aprendió
que esto se aprende, no importa lo mayor que se fuera porque en cualquier caso se
puede actualizar lo sublime que nos define,
en cualquier momento se puede dar y recibir amor. Basta con saber enfocar.Buena semana.
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