domingo, 5 de junio de 2016

TENESOR NO SE CAMBIÓ EL NOMBRE

 Tenesor compartía con el último guanarteme, término  con el que  se conocía al rey de sus antepasados antes de ser conquistados, “su agradable presencia y majestuosa vista”. Al ser el primogénito, heredó la responsabilidad de  mantener el status familiar; aunque instruido en las artes marciales pronto se daría cuenta de que la guerra no iba con él. En el colegio, cuando la necesidad de formar parte de un grupo  se impuso, se metía en peleas sin sentido que le dejaban un regusto de amargura: si había victoria, tenía sabor agridulce. Sus compañeros no tardaron en percatarse de su naturaleza pacífica y empezaron a llamarle TENEDOR, mote que a juicio de sus iguales era ocurrente y divertido pero que al destinatario le sentaba como una patada en la barriga. La cosa fue a más y a la hora de referirse a él, sus colegas realizaban un creativo despliegue dialéctico que recorría los dominios de la cubertería.
Tenesor dejó de comer, adelgazó hasta tal punto que el médico hubo de recetarle lo que la madre llamaba un reconstituyente; el doctor, amigo de la familia y conocedor del carácter obstinado de la progenitora, a estas alturas, no se molestaba en explicar los componentes del jarabe recetado, sabedor de que sus palabras se las llevaría el viento.
Tenesor con su reconstituyente entre pecho y espalda no lograba hacer que la sangre volviera a su rostro.La palidez devino en blancura como si de un vampiro se tratara. Y dada la moda cinematográfica que habían popularizado las películas de aquellos seres eternos pero sin vida, Tenesor hubo de añadir a los calificativos de gallina, por su renuencia a la violencia; tenedor, por un grotesco y siniestro juego de palabras, el de chupasangre por el color de su rostro.
Tenesor, en aquellos momentos, se sentía  extraviado en un espacio y tiempo equivocados, por ser incomprensibles para él, que solo quería que le dejaran tranquilo, que no le dijeran nada. A raíz de esto, empezó a cultivar un sentimiento desconocido pero tan intenso como vertiginoso: el odio. Tenesor detestaba todo y a todos los que le rodeaban; no se soportaba y renegaba de su nombre, objeto de burlas y humillaciones. Se sentía aislado. No tenía con quién hablar.
Tenesor, cierto día, acudió por la inercia de la obligación escolar, a una charla sobre aviónica; en las palabras de las personas que publicitaban su formación encontró el auténtico reconstituyente que su ser necesitaba; no era el proporcionado por el galeno o por el amor materno; por fin tenía UN PROPÓSITO. Desde entonces, su vida fue cambiando; había hallado la actividad que le hacía volar hacia las estrellas con el arraigo en la tierra.
Tenesor se aplicó en los estudios; paulatinamente dejó de encontrar ajos en su pupitre y las siluetas de sus enemigos se tornaron en sombras chinescas desdibujadas hasta que desaparecieron de su entorno, previsiblemente en busca de otra víctima más propicia.
Tenesor, bregando hoy en su empresa de notable prestigio, recuerda el camino, angosto y solitario, regado de pérdidas y duelos que hubo de transitar en otro tiempo de oscuridad y falsos apegos. Le viene a la memoria cómo llegó al punto de anhelar la mayoría de edad para cambiar su nombre, por otro que, en el mundo de la crueldad fuera aceptado; incluso había escogido renacer como Fernando. Pero finalmente, encontró las fuerzas y resistió.
Tenesor, desde la madurez contempla con ternura a ese niño asustado, solitario y herido quien supo convertirse en el hombre de “agradable presencia y majestuosa vista”, que desde el espejo le sonríe. Y él, alegre cómplice,  guiña el ojo ..... a los dos. Buena semana.








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