domingo, 19 de junio de 2016

BENDITA INFECCIÓN

Ancor llegó a la sala de reuniones con el tiempo justo de mostrar  una contenida sonrisa a  sus compañeros y a su director, Bencomo. Dos horas más tardes, salía del lugar, el grupo directivo dispuesto a transitar por una jornada de trabajo, con previsión de alguna que otra turbulencia. En fin, un día más donde reinaría la borrasca; donde el trabajo para hoy o para mañana, tendría que estar para ayer.
Ancor se sentó delante de su ordenador y empezó su particular y cotidiana lucha contra los enredos de las redes informáticas. Era intuitivo y seguía su olfato cuando hallaba una pista que él sentía le llevaría a finalizar su trabajo, como se decía en su entorno, en tiempo y forma.
Ancor recolocó su postura corporal, consciente de que habría de estar atento para que su cuerpo siguiera siendo el aliado leal con el que contaba, hasta ese momento, de forma incondicional. En estas andaba cuando la pantalla, en modo rebelde, se negó a acatar sus órdenes. Intentó los remedios que conocía y agudizó su ingenio en busca de soluciones creativas. Pero, nada. El ordenador, cuál adolecente en busca de identidad, seguía un itinerario que en poco coincidía con los deseos del trabajador, quien paseó por los senderos de la perplejidad, el desconocimiento hasta recalar en las orillas pantanosas de la resignación.
Ancor reconoció, finalmente que su ordenador había sido invadido por troyanos y demás guerreros virtuales ya fueran dárdanos, ilíacos, ilienses o teucros. El caso es que, al parecer, había cargado algún fichero sin advertir su presencia tal como hiciera Príamo al aceptar la espuria ofrenda del equino de madera. Ancor asumió, pues, que su herramienta de trabajo estaba bichada. Había entrado un virus y  el disco duro se había infectado. Se paró la imagen, quebrados espacio y tiempo, ante la mirada atónita humana que repudiaba esa colonización devastadora y patógena. La catarata de la preocupación cayó en cascada en forma de pensamientos acelerados, de un sudor frío y un dolor martilleante de cabeza.
Ancor se desmayó acompañado en su caída de cuanto artilugio le rodeaba. Fue llevado al hospital del que salió dos semanas más tarde. No volvió  a su silla de trabajo, ni a las reuniones mañaneras, ni a la pelea con cifras y letras por cuadrar. Su batalla estaba en otro campo. Habría de pugnar por expulsar de su cuerpo a un ocupante, presente e indeseable; contienda a la que dedicaba todas sus fuerzas.

Ancor, en su tiempo de rehabilitación, pensaba, desde la lucidez de la distancia, en la vacuidad reinante cuando el hacer no se ajusta a la medida humana; concluyendo que ojalá toda contaminación pudiera ejercer su malaje en el reino de la virtualidad pues por muchos daños colaterales que ocasionara, la solución estaría en la aplicación de la tecnología del reseteo. Hombre más bien dado a maldecir, hizo esta vez una excepción, en aquella tarde en la que el sol se despidió vestido de violeta y recordando su último percance laboral, dijo para sí: bendita infección Buena semana.


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