Ancor llegó a la sala de
reuniones con el tiempo justo de mostrar una contenida sonrisa a sus
compañeros y a su director, Bencomo. Dos horas más tardes, salía del lugar, el
grupo directivo dispuesto a transitar por una jornada de trabajo, con previsión
de alguna que otra turbulencia. En fin, un día más donde reinaría la borrasca;
donde el trabajo para hoy o para mañana, tendría
que estar para ayer.
Ancor se sentó delante de su
ordenador y empezó su particular y cotidiana lucha contra los enredos de las
redes informáticas. Era intuitivo y seguía su olfato cuando hallaba una pista
que él sentía le llevaría a finalizar su trabajo, como se decía en su entorno,
en tiempo y forma.
Ancor recolocó su postura
corporal, consciente de que habría de estar atento para que su cuerpo siguiera
siendo el aliado leal con el que contaba, hasta ese momento, de forma incondicional.
En estas andaba cuando la pantalla, en modo rebelde, se negó a acatar sus
órdenes. Intentó los remedios que conocía y agudizó su ingenio en busca de
soluciones creativas. Pero, nada. El ordenador, cuál adolecente en busca de
identidad, seguía un itinerario que en poco coincidía con los deseos del
trabajador, quien paseó por los senderos de la perplejidad, el desconocimiento
hasta recalar en las orillas pantanosas de la resignación.
Ancor reconoció, finalmente
que su ordenador había sido invadido por troyanos y demás guerreros virtuales ya
fueran dárdanos, ilíacos, ilienses o teucros. El caso es que, al parecer, había
cargado algún fichero sin advertir su presencia tal como hiciera Príamo al aceptar
la espuria ofrenda del equino de madera. Ancor asumió, pues, que su herramienta
de trabajo estaba bichada. Había
entrado un virus y el disco duro se
había infectado. Se paró la imagen, quebrados espacio y tiempo, ante la mirada
atónita humana que repudiaba esa colonización devastadora y patógena. La catarata
de la preocupación cayó en cascada en forma de pensamientos acelerados, de un
sudor frío y un dolor martilleante de cabeza.
Ancor se desmayó acompañado
en su caída de cuanto artilugio le rodeaba. Fue llevado al hospital del que
salió dos semanas más tarde. No volvió a
su silla de trabajo, ni a las reuniones mañaneras, ni a la pelea con cifras y
letras por cuadrar. Su batalla estaba en otro campo. Habría de pugnar por
expulsar de su cuerpo a un ocupante, presente e indeseable; contienda a la que
dedicaba todas sus fuerzas.
Ancor, en su tiempo de
rehabilitación, pensaba, desde la lucidez de la distancia, en la vacuidad
reinante cuando el hacer no se ajusta a la medida humana; concluyendo que ojalá
toda contaminación pudiera ejercer su malaje en el reino de la virtualidad pues
por muchos daños colaterales que ocasionara, la solución estaría en la
aplicación de la tecnología del reseteo. Hombre más bien dado a maldecir, hizo esta
vez una excepción, en aquella tarde en la que el sol se despidió vestido de
violeta y recordando su último percance laboral, dijo para sí: bendita
infección Buena semana.
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