Mauro tenía como afición pintar ojos. Empezó de niño y era su forma
preferida de evocar. No solo retenía una mirada sino que la reproducía con
total fidelidad utilizando trazos certeros.
Recordaba el azul mirar de su madre y el azabache de su padre. Recordaba
los arrugados candiles desde los que sus abuelos agasajaban su crecimiento. Recordaba
la dulzura con que lo veía su primera maestra
descubriéndole mundos maravillosos en cifras y letras. Recordaba el ardor en
las pupilas de su primer amor. Recordaba el gélido vistazo de la incomprensión ante
la injusticia tanto cotidiana como excepcional.
Recordaba el dolor hecho visión en cada uno de los pacientes que acudía a su
consulta. Recordaba el egoísmo de la vista que destruye y abandona sin mirar atrás…
Y ahora, ante esos ojos epicantos, venidos de una lejana
cultura, reposa, seguro de que el aire que respira es la vida convertida en
vaharada de esperanza. Feliz conjuntivitis que hizo que ella recalara en el
servicio de urgencias la noche que él tenía guardia. Feliz causalidad que ella
no pudiera regresar a Japón, el país del sol naciente y su país de origen, por
haber enfermado de una gripe que la tumbó una semana y cuyos últimos coletazos
habían hecho que ella diera con sus pasos en aquel centro médico.
Bellos ojos epicantos que desde entonces miran junto a él.
Y cuando se alejan, él los recuerda. Buena semana.
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