Maríya no podía creer lo que tenía ante sus ojos. El documento oficial de identidad parecía, a todas luces, correcto. Pero su mente tenía la certeza de lo contrario. Su boca, a modo de mantra, repetía una y otra vez “Me han estafado, me han estafado”.
Maríya contemplaba, perpleja, el ir y venir de aquella gente de uniforme que se empeñaba en mostrar como real lo que ella sabía perfectamente que era ficción.
Maríya se mareaba intentando fijar la pupila en el pequeño rectángulo móvil que una mujer alta, morena y con la nariz respingona enarbolaba como prueba irrefutable que sostuviera sus palabras.
Maríya estaba acostada en una cama y, a pesar de que intentaba levantarse, su cuerpo no obedecía los dictados de su voluntad.
Maríya sentía la boca como árido desierto. Tenía la impresión de ser una aulaga merced a la voluntad de vete tú a saber qué viento. Y sentía frío.
Maríya intentaba hacer razonar a aquellas personas atareadas, hacerles partícipes de su tragedia. Pero las palabras se adherían a su lengua y colgaban de su intención como inútiles tirabuzones de muñecas.
Maríya abrazó el sinsentido, nebulosa muda. Con un esfuerzo titánico logró esculpir seis vocablos en su cabeza que escupió con la fuerza de un disparo a boca jarro.
Maríya gritó “Me han borrado las huellas dactilares” a un polígono de papel que con su foto era sostenido por la mano férrea de la enfermera del turno de noche en el servicio de urgencias de un hospital atestado. Después calló. El calmante por goteo empezaba a desdibujar su dolor hasta convertirlo en una silueta, sin dedos que certificaran su existencia. Buena semana.
Maríya contemplaba, perpleja, el ir y venir de aquella gente de uniforme que se empeñaba en mostrar como real lo que ella sabía perfectamente que era ficción.
Maríya se mareaba intentando fijar la pupila en el pequeño rectángulo móvil que una mujer alta, morena y con la nariz respingona enarbolaba como prueba irrefutable que sostuviera sus palabras.
Maríya estaba acostada en una cama y, a pesar de que intentaba levantarse, su cuerpo no obedecía los dictados de su voluntad.
Maríya sentía la boca como árido desierto. Tenía la impresión de ser una aulaga merced a la voluntad de vete tú a saber qué viento. Y sentía frío.
Maríya intentaba hacer razonar a aquellas personas atareadas, hacerles partícipes de su tragedia. Pero las palabras se adherían a su lengua y colgaban de su intención como inútiles tirabuzones de muñecas.
Maríya abrazó el sinsentido, nebulosa muda. Con un esfuerzo titánico logró esculpir seis vocablos en su cabeza que escupió con la fuerza de un disparo a boca jarro.
Maríya gritó “Me han borrado las huellas dactilares” a un polígono de papel que con su foto era sostenido por la mano férrea de la enfermera del turno de noche en el servicio de urgencias de un hospital atestado. Después calló. El calmante por goteo empezaba a desdibujar su dolor hasta convertirlo en una silueta, sin dedos que certificaran su existencia. Buena semana.
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