Bernardo tenía el ojo
izquierdo enrojecido. No sabía a qué se debía y para simplificar preguntas y
respuestas hizo responsable de su malestar al clima. El calendario indicaba que
estaba a punto de concluir el invierno pero la calima lo desmentía con su abrazo
que abrasa y además, deja sin aliento.
Bernardo tiró de farmacia e inició el protocolo “gota va, gota viene”. Alternaba el cambio de las lentes de contacto por las gafas, relegadas últimamente al ostracismo doméstico, con el uso de la lentilla en el ojo derecho; se figuraba como un pirata virtual. Verdad era que nadie parecía percatarse del filibustero que llevaba dentro y ahora quedaba al descubierto. Pero este detalle no le desanimaba para vivir su día a día como si de una aventura en el Mar del Caribe se tratara.
Bernardo se acostumbró a parpadear más y empezó a secuenciar su visión ralentizando la imagen que fijaba en su retina. Seducido por los detalles, abandonó la óptica panorámica que tan útil le fuera en otros momentos y se propuso centrar su atención en los matices.
Bernardo seguía con el ojo sanguinolento pero se volvió más cercano a las cercanías que otrora se le antojaban microscópicas, en caso de que hubiese reparado en ellas.
Bernardo optó por cortar algunas pestañas que aumentaban el escozor ocular en su caída habitual. En principio, la visión sin la protección que filtrara, se tornó más clara, abandonando la fina cortina acuosa que a modo de niebla matutina se había vuelto asidua compañera. El bálsamo fue efectivo solo al principio; después, volvió la confusión visual. Aliviado momentáneamente siguió en su entrenamiento para abarcar y dotar de sentido lo minúsculo, lo secundario, lo que renuncia al protagonismo fundiéndose con el paraje, natural o artificial, que habitara.
Bernardo se entusiasmó con este nuevo ángulo de visión. Vecero de la farmacia, adquiría el líquido que con paciencia y pericia depositaba, gota a gota, en su mirar.
Bernardo, cuando la Semana Santa, clausuró las salidas de tronos con tronío, en medio de un aguacero que frustró un nuevo conato invasivo de arena flotante, se dijo que habría de encontrar otra coartada para aquel daño que había terminado por considerar natural.
Bernardo se hizo las pruebas médicas que anteriormente había desechado pues era de los que pensaban que mejor no ir al hospital por si te fueran a encontrar algo. Reconocía que este pensar, en modo machirringo, aunque no se sustentara en una base científica le calmaba más que las toallitas que varias veces al día enjugaban lágrimas y rojeces.
Bernardo visitó al especialista quien le derivó a la cirujana tras explicarle que el origen de la molestia estaba en el exceso de piel por el pasar de los años. La solución apuntaba a cortar lo que sobraba; la doctora le informó que la operación no sería tan dolorosa como para requerir de la inconsciencia; solo sería necesario el uso de la anestesia local para impedir que el dolor propio de toda intervención reparadora se convirtiera en sufrimiento, esto es, en dolor innecesario.
Bernardo decidió prepararse para la cirugía organizando un ritual en el que, agradeciendo la protección brindada por el párpado en su trabajo a destajo desde su nacimiento, y aún antes de él, pudiera abrirse a otra manera de contemplar la vida.
Bernardo buscó la complicidad de lo cercano dando la bienvenida a ese nuevo enfoque. Organización, cuidado, confianza y humor tendrían protagonismo en esta ceremonia que marcaría el nacimiento a una mentalidad donde la madurez no estribaría en la apariencia de dureza sino en aceptar que la flacidez de la piel guarda secretas y entrañables tersuras añejas, cuya vivencia era hora de acomodar en el tierno álbum de los recuerdos ; unas en blanco y negro; otras en color. Buena semana.
Bernardo tiró de farmacia e inició el protocolo “gota va, gota viene”. Alternaba el cambio de las lentes de contacto por las gafas, relegadas últimamente al ostracismo doméstico, con el uso de la lentilla en el ojo derecho; se figuraba como un pirata virtual. Verdad era que nadie parecía percatarse del filibustero que llevaba dentro y ahora quedaba al descubierto. Pero este detalle no le desanimaba para vivir su día a día como si de una aventura en el Mar del Caribe se tratara.
Bernardo se acostumbró a parpadear más y empezó a secuenciar su visión ralentizando la imagen que fijaba en su retina. Seducido por los detalles, abandonó la óptica panorámica que tan útil le fuera en otros momentos y se propuso centrar su atención en los matices.
Bernardo seguía con el ojo sanguinolento pero se volvió más cercano a las cercanías que otrora se le antojaban microscópicas, en caso de que hubiese reparado en ellas.
Bernardo optó por cortar algunas pestañas que aumentaban el escozor ocular en su caída habitual. En principio, la visión sin la protección que filtrara, se tornó más clara, abandonando la fina cortina acuosa que a modo de niebla matutina se había vuelto asidua compañera. El bálsamo fue efectivo solo al principio; después, volvió la confusión visual. Aliviado momentáneamente siguió en su entrenamiento para abarcar y dotar de sentido lo minúsculo, lo secundario, lo que renuncia al protagonismo fundiéndose con el paraje, natural o artificial, que habitara.
Bernardo se entusiasmó con este nuevo ángulo de visión. Vecero de la farmacia, adquiría el líquido que con paciencia y pericia depositaba, gota a gota, en su mirar.
Bernardo, cuando la Semana Santa, clausuró las salidas de tronos con tronío, en medio de un aguacero que frustró un nuevo conato invasivo de arena flotante, se dijo que habría de encontrar otra coartada para aquel daño que había terminado por considerar natural.
Bernardo se hizo las pruebas médicas que anteriormente había desechado pues era de los que pensaban que mejor no ir al hospital por si te fueran a encontrar algo. Reconocía que este pensar, en modo machirringo, aunque no se sustentara en una base científica le calmaba más que las toallitas que varias veces al día enjugaban lágrimas y rojeces.
Bernardo visitó al especialista quien le derivó a la cirujana tras explicarle que el origen de la molestia estaba en el exceso de piel por el pasar de los años. La solución apuntaba a cortar lo que sobraba; la doctora le informó que la operación no sería tan dolorosa como para requerir de la inconsciencia; solo sería necesario el uso de la anestesia local para impedir que el dolor propio de toda intervención reparadora se convirtiera en sufrimiento, esto es, en dolor innecesario.
Bernardo decidió prepararse para la cirugía organizando un ritual en el que, agradeciendo la protección brindada por el párpado en su trabajo a destajo desde su nacimiento, y aún antes de él, pudiera abrirse a otra manera de contemplar la vida.
Bernardo buscó la complicidad de lo cercano dando la bienvenida a ese nuevo enfoque. Organización, cuidado, confianza y humor tendrían protagonismo en esta ceremonia que marcaría el nacimiento a una mentalidad donde la madurez no estribaría en la apariencia de dureza sino en aceptar que la flacidez de la piel guarda secretas y entrañables tersuras añejas, cuya vivencia era hora de acomodar en el tierno álbum de los recuerdos ; unas en blanco y negro; otras en color. Buena semana.
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