Angustias aparcó su coche y entró
en su casa con rapidez. Dejó la cancela del jardín abierta así como la puerta
de la calle ,ya que solo estaría en el hogar el tiempo necesario para recoger un
libro. Era “Otelo” de Shakespeare. Pensaba devolverlo a la biblioteca antes de
pasar por el mercado, quincenal y sabatino ,a la captura de aguacates cremosos.
Con la obra en su poder, se dirigió al auto pero misteriosamente había
desaparecido. En un segundo, Angustias experimentó el significado pleno del
desconcierto. No encontraba explicación para el suceso. Imposible el robo en
tan breve espacio de tiempo
¿Pero dónde se había metido su
coche? Angustias observó la ancha carretera de doble dirección y barrió con su
mirada el espectro urbano, tan sugerente como el de las pastillas de acuarelas
con matices azules (montaña, de cobalto, ultramar y de Prusia) utilizadas por
Sorolla en su intento de pintar su gran pasión: la luz. Por el contrario, Angustias,
con esa paleta visual, no pintaba nada, de pie, detenida, interrogándose por el
paso del ser al no ser automovilístico. En su mano derecha, temblorosa, bullía
un convulso Otelo y como el moro de Venecia, Angustias estaba igual de
aturdida; aunque, a diferencia del apasionado guerrero, Angustias no contaba en
el escenario del sinsentido que vivía, con un Yago maquiavélico que justificara
tan extraño suceso.
Fue al detenerse sus pupilas en
un descampado, silvestre urinario animal, preferentemente canino, cuando
Angustias encontró lo perdido; su coche besaba el faro derecho de otro
automóvil, un tanto desvencijado. Al fin entendió que, con las prisas, olvidó
poner el freno de mano y dado que el lugar era una pendiente, las ruedas, por
la fuerza de la gravedad, cruzaron en diagonal y cuesta abajo la carretera,, misteriosamente desierta durante esos segundos . El auto, mas
auto que nunca, al carecer de conductora, se detuvo a la entrada del terreno
sin edificar, con un ósculo ardoroso y metálico.
De todas las posibles consecuencias
que podrían haber acaecido, localizar al
propietario del coche siniestrado para comunicarle que se haría cargo de la reparación, era pecata minuta para una Angustias aliviada. Otra cosa fue encontrar al
dueño del vehículo, poseedor de un pequeño negocio, y percatarse de que
tener los papeles al día no contaba entre las prioridades de aquel señor de
mirada confundida, hablar extraviado y gesto ambivalente, quien minimizó hasta el olvido el accidente de tráfico, ante lo cual Angustias salió del local pensando que, por fortuna, ese
sábado por la mañana, el absurdo tejió, con los hilos del azar, felices
casualidades. Buena semana.
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