domingo, 16 de febrero de 2014

FELIZ ABSURDO TEJIDO CON LOS HILOS DEL AZAR

Angustias aparcó su coche y entró en su casa con rapidez. Dejó la cancela del jardín abierta así como la puerta de la calle ,ya que solo estaría en el hogar el tiempo necesario para recoger un libro. Era “Otelo” de Shakespeare. Pensaba devolverlo a la biblioteca antes de pasar por el mercado, quincenal y sabatino ,a la captura de aguacates cremosos. Con la obra en su poder, se dirigió al auto pero misteriosamente había desaparecido. En un segundo, Angustias experimentó el significado pleno del desconcierto. No encontraba explicación para el suceso. Imposible el robo en tan breve espacio de tiempo
¿Pero dónde se había metido su coche? Angustias observó la ancha carretera de doble dirección y barrió con su mirada el espectro urbano, tan sugerente como el de las pastillas de acuarelas con matices azules (montaña, de cobalto, ultramar y de Prusia) utilizadas por Sorolla en su intento de pintar su gran pasión: la luz. Por el contrario, Angustias, con esa paleta visual, no pintaba nada, de pie, detenida, interrogándose por el paso del ser al no ser automovilístico. En su mano derecha, temblorosa, bullía un convulso Otelo y como el moro de Venecia, Angustias estaba igual de aturdida; aunque, a diferencia del apasionado guerrero, Angustias no contaba en el escenario del sinsentido que vivía, con un Yago maquiavélico que justificara tan extraño suceso.
Fue al detenerse sus pupilas en un descampado, silvestre urinario animal, preferentemente canino, cuando Angustias encontró lo perdido; su coche besaba el faro derecho de otro automóvil, un tanto desvencijado. Al fin entendió que, con las prisas, olvidó poner el freno de mano y dado que el lugar era una pendiente, las ruedas, por la fuerza de la gravedad, cruzaron en diagonal  y cuesta abajo la carretera,, misteriosamente desierta durante esos segundos . El auto, mas auto que nunca, al carecer de conductora, se detuvo a la entrada del terreno sin edificar, con un ósculo ardoroso y metálico.
De todas las posibles consecuencias  que podrían haber acaecido, localizar al propietario del coche siniestrado para comunicarle que se haría cargo de la reparación, era pecata minuta para una  Angustias aliviada. Otra cosa fue encontrar al dueño del vehículo,  poseedor  de un pequeño negocio, y percatarse de que tener los papeles al día no contaba entre las prioridades de aquel señor de mirada confundida, hablar extraviado y gesto ambivalente, quien minimizó  hasta el olvido el accidente  de tráfico, ante lo cual Angustias  salió del local pensando que, por fortuna, ese sábado por la mañana, el absurdo tejió, con los hilos del azar, felices casualidades. Buena semana.



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