Angustias contemplaba el mar del
norte que esos días había decidido mostrar su bravura y preparaba una despedida
tempestuosa al invierno ya arcano. Miraba cómo los acantilados eran golpeados
por latigazos espumosos. Había mar de fondo y anochecía.
Angustias gustaba de entender la
vida como una sucesión de ciclos y se
imaginaba el paisaje costero cuando
llegara la calma, el mar quedara como un plato y las rocas recuperaran
su figura agreste recortada en el cielo azul. Un mismo lugar, escenario de
espectáculos opuestos que se persiguen sin alcanzarse, e inevitablemente le vino a la mente los
versos del poeta Fernando González
“¡Contra los arrecifes de la
noche / lucha la nave blanca de la aurora!
Angustias, desde la mesa con
vistas en la que se encontraba, decidió
tomar, como postre, una manzanilla,
humeante y con ligero aroma alimonado. Alguien con voz estentórea rompió el
silencio del local pidiendo un café clarito. Por contra, Angustias era de las del café
cargado y le costaba entender la preferencia
ajena por el agua chirle. Pensó que en cuestión de gustos tenía mucho que ver el patrimonio intangible familiar, la sabiduría popular que se transmite en
dichos, refranes, gestos y anécdotas. Y por esto rememoró a una de sus abuelas, Lucía,
que contaba cómo había sido instruida en el delicado arte de la hospitalidad
inesperada. La bisabuela de Angustias estableció un código para comunicarse con
su descendencia que consistía en
responder en clave a una misma pregunta, dependiendo de si la visita era apreciada o despreciada. Así
ante un, en principio, generoso, “¿Madre, hacemos café?, en caso de buena acogida, contestaba la matriarca: “bueno, bueno”; mientras que si
no había predisposición, la respuesta era un sibilino ”claro, claro”, con lo que la proporción de café disminuía
alarmantemente en relación al agua que
compondría el oscuro brebaje. Y el recuerdo trajo la sonrisa.
Angustias concluyó de cenar el
plato de habichuelas con pimientos, rojo y verde, cebolla, tomate y pan rallado; todo bien gratinado. Tomaba la última comida del día, sola, tranquila y frente al mar. Era un
ritual que repetía cada vez que su vida se instalaba en los arrecifes de la
noche y tocaba esperar que la nave
blanca de la aurora recalara en su puerto. Y ante huésped tan honorable,
Angustias también ritualmente,
murmuraba: “bueno, bueno”. Buena semana.
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