Angustias terminó de leer “El
arte de amar” de Erich Fromn y aun masticaba sus frases finales, en las que se
afirmaba que “tener fe en la posibilidad del amor como fenómeno social y no
solo excepcional e individual, es tener una fe racional basada en la
comprensión de la naturaleza misma del hombre”. Emitió un suspiro que derivó en
resoplido, respuesta similar a la dada tras la
ingesta de un sancocho con el cherne, las papas, la batata, el gofio amasado
con el agua de guisar el pescado y el mojo rojo ligeramente picante;
acompañado, claro está, de un buen vino tinto de la tierra. Igual que la comida típica isleña, las ideas
recién leídas eran sabrosas pero requerían de un tiempo para que al placer de
su degustación se uniera el de la asimilación.
Anochecía y el cielo crepuscular
se vio surcado por un avión que dejaba tras de sí una estela efímera. Las luces
del aeroplano daban puntadas, algunas intermitentes, en el tapiz violeta de la tarde y Angustias
recordó una emisora de la que era
escuchante . Se enteró por las ondas ,de la razón por la que las luces del
interior de un avión disminuían su intensidad durante determinadas maniobras,
en especial en las de aterrizaje: se trataba de habituar a los usuarios a una
pérdida de visibilidad para sobrellevar
mejor un posible impacto. Angustias revivió la sensación de perplejidad al
conocer esta información pues no tenía muy claro si deseaba ser consciente de
ella o seguir habitando el país de la ignorancia en cuanto a protocolo de
seguridad aérea se refiere. Por otra parte, se preguntaba si ese acomodo preventivo y
progresivo a un eventual desastre se podría trasladar a los avatares cotidianos
para que nos permitiera menguar la ansiedad con la que nos enfrentamos a una
situación de siniestro, aunque no sea total. Siguió con su pensar y concluyó
que tal vez, ese amor como fenómeno social, podría ser la luciérnaga que se
encienda, emisaria y cortafuego de todo incendio devastador de la vida. Tenía
claro que en este mundo todos dependemos de todos y paradójicamente que la
única persona con la que, de seguro, se acostaría todos los días de su vida, al igual que el
resto de la humanidad, era ella misma, lo cual no era óbice para disfrutar de
la calidez que el cuerpo de Marcelo le proporcionaba, cada noche a su dormir. Por eso
reinterpretó las palabras del pensador alemán en la línea de comprender ese
arte de amar como una asignatura obligatoria para todas las edades donde el
temor a amar se fuera diluyendo, pasito a pasito, al entrenarnos en el
ejercicio de la actitud madura que, individual y colectiva, es a la postre, la
única luz de emergencia capaz de neutralizar cualquier cataclismo. Buena semana.
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