Angustias regresaba a su casa
cuando se percató de una mujer que, sentada en la escalera que daba a un
edificio público, formaba un círculo protector con sus míseras pertenencias. Tenía
un cuerpo fornido, la tez blanca y el pelo, lacio, caía, sin brillo,
tristemente por sus hombros. Junto a ella había otra mujer, de mediana edad que
se interesaba por el presente de aquella muchacha y por los vientos que la
habían empujado hacia aquellas escalinatas.
Angustias observó cómo ambas se
levantaron y caminaron, suponía, hacía un futuro mas acogedor. Ella tenía un lugar al
que volver, un plato caliente en aquel día de fría ventolera y una caricia tierna
en la que enredarse. Sintió que era una persona afortunada al tiempo que
constataba la fragilidad de la ventura humana. Era consciente de que en
cualquier momento cambian las tornas y la vida puede volverse un escenario
desconocido por el que habitar, ambular, estar y en el mejor de los casos, otra
vez resurgir. El origen de tal radical mutación vital a veces estaba en una
política que olvidaba la justicia social, otras en la pérdida de un afecto que
prometía llegar hasta el infinito y mas allá y en ocasiones en la enfermedad, tejedora de soledades con
los hilos del dolor.
Angustias también sabía que en el
vaivén de la vida, a veces vivimos en el tener y otras moramos en el no tener; pero
que, aunque tendamos a olvidarlo, lo que se mantenía siempre era el ser; por
eso admiraba a las personas que, solidarias, cuando pululaban por el reino de
la suma, eran capaces de multiplicar complicidad con los que sufrían las resta
de oportunidades y la división de
posibilidades a la hora de cubrirse con el manto de la dignidad. Por eso la
imagen de las figuras femeninas enlazadas con las cuerdas del buen sentir le
acompañó en aquella tarde de vigorosa energía eólica. Y por eso lo cuenta.
Buena semana.
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