Angustias apresuró el paso hasta
llegar a un cajero automático. El reloj marcaba las siete y media de la mañana
y el sol ya anunciaba que se había despertado, juguetón, manchando con
pinceladas sueltas un cielo otoñal.
Angustias estaba en el último
paso antes de obtener el dinero del expendedor bancario cuando falló el
mecanismo y se quedó sin el ansiado capital. En el interior de la sucursal,
Paco, ultimaba la organización de la jornada y ante los toques en la ventana
de Angustias, abrió la puerta tranquilizando a la conocida clienta explicándole
que el error de la máquina se autorregularía
por el mismo artefacto.
Angustias, aliviada solo a
medias, comprobó en el cajero que no
había constancia que reflejara la equivocación y con el resguardo en la mano
esperó hasta la hora de apertura de la oficina bancaria. Veinte minutos después, Paco le aseguraba nuevamente
que, a lo largo del día, se subsanaría la falta, garantizando que él mismo, en
nombre de la amistad que le unía a Angustias, se encargaría de que así fuera. Por
eso, Paco le repetía “Confía en mí, que yo te retrocedo el dinero, yo te lo
retrocedo. Parecía ser era una práctica común aunque Angustias fuera una novata
en estas lides y el temor vistiera su expresión.
Angustias haciendo gala de su
sentido práctico continuó con las actividades previstas para esa mañana con el
propósito de verificar, al final del día, que la cantidad le había sido
restituida. En este caso no se trataba de ninguna urgencia pero se preguntó qué
hubiera pasado si hubiese necesitado disponer de esos billetes de manera imperiosa.
También se planteó por qué la
conjugación innovadora del verbo retroceder no era patrimonio de los usuarios
sino de los gestores bancarios: por qué, por ejemplo, la ciudadanía no podía
retroceder el dinero de la hipoteca unas horas o días después de la fecha
convenida o por qué no se compensaba económicamente al beneficiario de la
cuenta cuando había fallos de esa índole por parte de la empresa financiera.
Angustias tan tozuda como Horacio
Rejón, protagonista de El árbol del bien
y del mal” de Juancho Armas Marcelo, (en el empeño de hacerse con la casa
familiar, obviando leyendas siniestras de
Salbago) intentaba encontrar un responsable con presencia humana de aquel
extravío; necesitaba hallar un chivo expiatorio sobre el que hacer recaer la
impotencia ante la gestión mediocre. Le resultaba insultante que la tomaran por
estúpida y hacía tiempo que había renunciado a la paz pánfila que deposita su
seguridad en gurús todopoderosos. Se
encontraba capacitada para entender una explicación lógica, que a fin de
cuentas era un derecho y no una
prebenda. Y como el coraje se fue apoderando de ella, una vez en el hogar, tomó
varios envases de cristal que apartaba para el reciclaje, los metió en una
bolsa de plástico, que cerró meticulosamente y acto seguido estampó contra el
muro del jardín.
Angustias tenía sus medios para
ajustar cuentas con la realidad sin que salpicara a quien no correspondía. En
eso sí confiaba: en ella que ante cualquier torpe pifia, sabía qué tenía
que retroceder. Buena semana
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