domingo, 9 de noviembre de 2014

CONFÍA EN MÍ ..... QUE YO TE LO RETROCEDO

                         
Angustias apresuró el paso hasta llegar a un cajero automático. El reloj marcaba las siete y media de la mañana y el sol ya anunciaba que se había despertado, juguetón, manchando con pinceladas sueltas un cielo otoñal.
Angustias estaba en el último paso antes de obtener el dinero del expendedor bancario cuando falló el mecanismo y se quedó sin el ansiado capital. En el interior de la sucursal, Paco, ultimaba la organización de la jornada y ante los toques en la ventana de Angustias, abrió la puerta tranquilizando a la conocida clienta explicándole que  el error de la máquina se autorregularía por el mismo artefacto.
Angustias, aliviada solo a medias, comprobó  en el cajero que no había constancia que reflejara la equivocación y con el resguardo en la mano esperó hasta la hora de apertura de la oficina bancaria.  Veinte minutos después, Paco le aseguraba nuevamente que, a lo largo del día, se subsanaría la falta, garantizando que él mismo, en nombre de la amistad que le unía a Angustias, se encargaría de que así fuera. Por eso, Paco le repetía “Confía en mí, que yo te retrocedo el dinero, yo te lo retrocedo. Parecía ser era una práctica común aunque Angustias fuera una novata en estas lides y el temor vistiera su expresión.
Angustias haciendo gala de su sentido práctico continuó con las actividades previstas para esa mañana con el propósito de verificar, al final del día, que la cantidad le había sido restituida. En este caso no se trataba de ninguna urgencia pero se preguntó qué hubiera pasado si hubiese necesitado disponer de esos billetes de manera imperiosa. También se planteó  por qué la conjugación innovadora del verbo retroceder no era patrimonio de los usuarios sino de los gestores bancarios: por qué, por ejemplo, la ciudadanía no podía retroceder el dinero de la hipoteca unas horas o días después de la fecha convenida o por qué no se compensaba económicamente al beneficiario de la cuenta cuando había fallos de esa índole por parte de la empresa financiera.
Angustias tan tozuda como Horacio Rejón, protagonista de El árbol del bien y del mal” de Juancho Armas Marcelo, (en el empeño de hacerse con la casa familiar, obviando leyendas siniestras  de Salbago) intentaba encontrar un responsable con presencia humana de aquel extravío; necesitaba hallar un chivo expiatorio sobre el que hacer recaer la impotencia ante la gestión mediocre. Le resultaba insultante que la tomaran por estúpida y hacía tiempo que había renunciado a la paz pánfila que deposita su seguridad en  gurús todopoderosos. Se encontraba capacitada para entender una explicación lógica, que a fin de cuentas era un derecho y  no una prebenda. Y como el coraje se fue apoderando de ella, una vez en el hogar, tomó varios envases de cristal que apartaba para el reciclaje, los metió en una bolsa de plástico, que cerró meticulosamente y acto seguido estampó contra el muro del jardín.

Angustias tenía sus medios para ajustar cuentas con la realidad sin que salpicara a quien no correspondía. En eso sí confiaba: en  ella que  ante cualquier torpe pifia, sabía qué tenía que  retroceder. Buena semana


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