domingo, 16 de noviembre de 2014

ME VUELVO AL BORDE

Angustias entró en la mercería y de inmediato quedó atrapada por un torrente de telas, hilos, botones, pedrerías que rivalizaban en color y prestancia. El local era una estancia amplia que incluía una mesa rectangular y cómodas sillas donde la clientela podía consultar dudas, pedir consejo o, en caso de ser acompañante, simplemente descansar.
Angustias necesitaba una cremallera que sustituyera a la que, dos días atrás había dejado de cumplir su función. Mientras esperaba el turno de ser atendida oteaba el maravilloso horizonte de filigranas que se exhibían en un expositor primorosamente decorado.
Angustias sintió la misma sensación (mezcla de reverencia y placer) que experimentaba cuando se internaba en determinados espacios; por ejemplo, las ferreterías despertaban en ella  un mar de posibilidades sugerentes a la hora de crear, hacer o construir, embarcándose en viajes por el infinito de su imaginación. Otro lugar que le producía algo cercano al sobrecogimiento era las bibliotecas. El laberinto de pasillos y estantes donde habitaban  principalmente libros en formato papel o digital tenía el efecto en Angustias del sosiego que otras personas encuentran en píldoras tranquilizantes.
Angustias recurría a estos balnearios cotidianos ( como así los llamaba) cada vez que la realidad se empeñaba en pisar el pedal del acelerador y su pensamiento, cual disco de vinilo de 45 revoluciones amagaba con girar a las 78  de los arcaicos tocadiscos
Angustias compró la cremallera al tiempo que se interesaba por la clase de bordado que un cartel a punto cruz ofertaba en el margen izquierdo del mostrador. El dependiente  desdecía la ecuación reductora entre mercería y fémina y era uno mas en aquel negocio familiar; de esta guisa   progenitores y prole arrimaban el hombro; el hombre cumpliendo con su trabajo  le informó del horario y precio de la actividad al tiempo que le presentaba a la persona encargada de la misma. Era una mujer de pelo plateado, mirada pícara y sonrisa afable.
Angustias respiró el aire del local y se vio envuelta por una nostalgia ocre como la que rezuman las páginas de En el café de la juventud perdida, de Patrick Modiano. Contempló algunas de las piezas que la maestra artesana le mostrara mientras le animaba a sumarse al grupo de mujeres que una vez a la semana, durante dos horas tejían un tiempo de serena complicidad. La augusta dama concluía afirmando que para sus alumnas aquella cita semanal les permitía alejarse de la cotidianeidad en modo lúgubre obligación y acercarse a la dulce rutina tipo compromiso. Por eso cuando llegaba el momento de acudir a la cita, repetían, cada cuál a su manera, a modo de mantra, me vuelvo al borde.
Angustias salió de la mercería cuando ya oscurecía. Pensaba en lo importante que es la constancia de personas y  ocupaciones a los que regresar pues hilan con su presencia el suelo de nuestra existencia. Y agradeció  besos, caricias, palabras, actividades e incluso los emoticonos aparentemente simplones que se colaban en su vida, día sí y día también ya que le posibilitaban el retorno a sus queridos bordes, pues adoquinaban, desde el placer, su ambular. Buena semana.





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