Angustias entró en la mercería y
de inmediato quedó atrapada por un torrente de telas, hilos, botones, pedrerías
que rivalizaban en color y prestancia. El local era una estancia amplia que
incluía una mesa rectangular y cómodas sillas donde la clientela podía
consultar dudas, pedir consejo o, en caso de ser acompañante, simplemente
descansar.
Angustias necesitaba una
cremallera que sustituyera a la que, dos días atrás había dejado de cumplir su
función. Mientras esperaba el turno de ser atendida oteaba el maravilloso
horizonte de filigranas que se exhibían en un expositor primorosamente
decorado.
Angustias sintió la misma
sensación (mezcla de reverencia y placer) que experimentaba cuando se internaba
en determinados espacios; por ejemplo, las ferreterías despertaban en ella un mar de posibilidades sugerentes a la hora
de crear, hacer o construir, embarcándose en viajes por el infinito de su
imaginación. Otro lugar que le producía algo cercano al sobrecogimiento era las
bibliotecas. El laberinto de pasillos y estantes donde habitaban principalmente libros en formato papel o
digital tenía el efecto en Angustias del sosiego que otras personas encuentran en píldoras tranquilizantes.
Angustias recurría a estos
balnearios cotidianos ( como así los llamaba) cada vez que la realidad se
empeñaba en pisar el pedal del acelerador y su pensamiento, cual disco de
vinilo de 45 revoluciones amagaba con girar a las 78 de los arcaicos tocadiscos
Angustias compró la cremallera al
tiempo que se interesaba por la clase de bordado que un cartel a punto cruz
ofertaba en el margen izquierdo del mostrador. El dependiente desdecía la ecuación reductora entre mercería y fémina y era uno mas en aquel negocio familiar; de esta guisa progenitores y prole arrimaban el hombro; el hombre cumpliendo con su trabajo le informó del horario
y precio de la actividad al tiempo que le presentaba a la persona encargada de
la misma. Era una mujer de pelo plateado, mirada pícara y sonrisa afable.
Angustias respiró el aire del
local y se vio envuelta por una nostalgia ocre como la que rezuman las páginas
de En el café de la juventud perdida, de Patrick
Modiano. Contempló algunas de las piezas que la maestra artesana le mostrara
mientras le animaba a sumarse al grupo de mujeres que una vez a la semana,
durante dos horas tejían un tiempo de serena complicidad. La augusta dama concluía
afirmando que para sus alumnas aquella cita semanal les permitía alejarse de la
cotidianeidad en modo lúgubre obligación y acercarse a la dulce rutina tipo compromiso. Por
eso cuando llegaba el momento de acudir a la cita, repetían, cada cuál a su
manera, a modo de mantra, me vuelvo al
borde.
Angustias salió de la mercería
cuando ya oscurecía. Pensaba en lo importante que es la constancia de personas
y ocupaciones a los que regresar pues
hilan con su presencia el suelo de nuestra existencia. Y agradeció besos, caricias,
palabras, actividades e incluso los emoticonos aparentemente simplones que se
colaban en su vida, día sí y día también ya que le posibilitaban el retorno a sus
queridos bordes, pues adoquinaban, desde el placer, su ambular. Buena semana.
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