Angustias tomó su cuaderno,
regalo entrañable y artesano, y escribió:
Modesto salió de la ducha con una
sensación de frescor que le hizo esbozar una alegre sonrisa. Se iniciaba uno de
los fines de semana alternos en lo que la puerta del baño se encontraba entreabierta y
al otro lado del pequeño pasillo se escuchaba el ronquido grave, coronado por
un efervescente soplido de su madre.
Ella no sabía quién le hablaba desde ese
rostro que le resultaba vagamente familiar; tampoco comprendía el
torrente de palabras que aquel hombre maduro regaba a su alrededor acompañado
de tiernas caricias. Pero Modesto sí sabía quién era ella: su madre.
En la mesa de la cocina, el
servicio de desayuno incluía un pequeño plato rebosante de cápsulas y pastillas
blancas, azules y salmón. Un pequeño dosificador contenía 10 ml de una bebida que activaría la circulación de la
viejita en las próximas horas. Era el chupito diario que la anciana necesitaba
para ponerse a funcionar. Aquel bodegón mezclaba alimentos y medicamentos en un
armonioso y triste equilibrio.
Modesto, a menudo, se detenía en
los objetos cotidianos que habían pertenecido a su madre y que ahora habitaban,
huérfanos, a la espera de una palabra que les dotara de identidad, de un
recuerdo que les otorgara sentido. Modesto, en estos momentos, se entristecía
porque entendía el inexorable paso del tiempo; sentía que en cada persona está
presente lo que tiene y lo que no tiene y que esa nivelación entre carencia y abundancia es
la que va marcando el paso por la vida. No se refería exclusivamente al
patrimonio material sino especialmente al intangible, aquel que se muestra en
el decir y en el hacer.
Era la hora de iniciar el ritual
diario de acompañamiento y cuidado con la banda sonora del silbido de la
cafetera marcando la obertura. Modesto se sentía profundamente satisfecho al ser testigo del adiós de su madre.
Aunque triste, estaba en paz y recordó el pensamiento crítico que recogía
la cita de Stendhal en Rojo y Negro cuando
el escritor reflexionaba que un aspecto
triste no resulta de buen tono, lo que hay que tener es, un aspecto aburrido. Si
se está triste es que algo le falta, que algo no le ha salido bien. Es como
mostrarse inferior. Si usted está aburrido, al contrario, lo inferior es
precisamente aquello que ha tratado de distraerlo a usted en vano.Modesto reivindicaba el buen tono de su tristeza parida por el amor.
Comenzaba una nueva jornada senil
donde el tiempo oficial, se transformaba, tal como ocurre en el universo
infantil, para instalarse en un presente continuo. Modesto,
triste sin sentirse fracasado, despertó a su madre con una broma cuyo único
objeto era pintar la sonrisa en aquel rostro arrugado y continuó ejerciendo de
oficiante en aquella ceremonia del adiós que incluía, retirada de pañales, baño,
desayuno, escucha atenta ante la insistencia, repetición del mantra que ese día anclara a su madre en el hoy, todos
aquellos achuchones y los piropos que hicieran que los labios maternos se
convirtieran, al menos, en un boceto de alegría. Al pensar esto se sentía
arropado por la calidez del afecto; no experimentaba el frío de la
desesperación ni el aburrimiento de la apatía pues no había horas
suficientes para ardilar momentos de serenidad y bienestar para aquel ser que
estaba dejando de serlo. En un flash back emocional se vio como protagonista de
una lejana película en la que él era el bebé que requería y obtenía cuidados
constantes. Y visionó el final feliz de aquella historia. Por eso, se empeñaba en que esta segunda parte, con los
mismos intérpretes pero en distintos papeles, estuviera a la altura
de la primera. Modesto, hijo, padre y abuelo, era hombre de romper mitos, de
tirar por tierra tópicos, sin estridencias; por eso entendía que la hombría se
definía también con los adjetivos de la ternura, la presencia y el estar. Por
eso, aunque estaba triste, era feliz. Buena semana.
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