Cayó una tormenta de tierra en
pleno verano; desde la visión panorámica del satélite, se observaba cómo la
masa compacta se apoderaba del espacio a modo de un polvoriento telón que se
adueña del escenario, tras concluir la representación.
El aire sudaba un calor
desconocido por aquellas latitudes; la población sentía que su piel se cubría
por otra, pegajosa y transparente que la sumía en una lenta opresión.
Para quien debía trabajar,
aquella sensación era un añadido a la condena laboral; para los que no tenían
trabajo, el agobio que se respiraba con el aire, retroalimentaba el desaliento;
pues a la inactividad forzosa se le sumaba el malestar que nacía de las
entrañas físicas y metafísicas; para los que estaban de vacaciones, la ausencia
del cielo azul y el mar en calma constituían el pliego de descargo para la
reclamación vital a la que se consideraban con derecho tras un año de duro y
precario laborar. Y así pasaron los días de tormenta de arena en aquel pueblo
que no podía hacer nada, no entendía qué
pasaba y no daba valor a lo que vivía.
La Naturaleza, sin embargo, se
adaptaba a aquella situación y tanto plantas como animales aprovecharon esos
días de polvo violento en suspensión para mirarse hacia adentro, recorrer los
vericuetos internos del sentir y descansar de la rutina cotidiana. Instalados
en un traslúcido presente continuo, miraban, respiraban, traspasaban y
finalmente soltaban. Y a su tiempo, después de la tormenta, llegó la calma.
Buena semana.
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