Adriano no era emperador. Trabajaba
en una biblioteca y su vida transcurría entre libros. A punto de la jubilación
forzosa, a la que se resistía tenía serias dificultades para distinguir la
realidad de la ficción ( ya fuera escrita o virtual).A base de tratar con
hojas, impresas o digitales, se aficionó a vivir como si de un habitante de una
gran obra se tratara. Durante más de una década transitó por los clásicos y en
su mente, las lenguas muertas resucitaban sin apocalipsis previo. Cuando
retornaba a su hogar se entregaba con vehemencia a recitar extenuantes
soliloquios. Su perro, Logos, escuchaba atento las extensas sesiones de
oratoria de su más que amo, compañero. Cuando llegó la cer emonia del adiós para
el que sería su primer can, las últimas palabras que llegaron a las orejas del
animal fueron los versos de despedida a Ramón Sijé.
Adriano gustaba de la
compañía perruna. Todos los que le acompañaron tuvieron el mismo nombre, Logos,
que fue aceptado por cada uno de los chuchos que compartieron un tramo de
camino con Adriano.
A lo largo de su dilatada
viva frecuentó drama y comedia, prosa y verso, como coartadas del pensar y del
sentir. Tenía fama de extravagante y solitario.
Tras dar por finalizada su
vida laboral se encerró en su casa y no volvió a salir hasta quince años
después, con los pies por delante .Lo encontraron con el Hiperion en el regazo, sentado en su sillón favorito. A sus pies,
el último Logos soltaba espumas que le hacían saltar el corazón .Ambos
partieron hacia el único final seguro que marca el destino, esa roca muda.
Buena semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario