Enma estaba satisfecha con
su vida conyugal y además no era francesa. Llevaba casada con Carlos veinte
años e intuía que bien podrían pasar juntos otros veinte. De todas formas, no
era un tema que le ocupara mucho tiempo. Enma era una mujer práctica que
entendía que el futuro era demasiado
abstracto para dedicarle más pensamientos de los estrictamente necesarios.
Enma era comadrona y estaba
razonablemente feliz con su trabajo. A base de ayudar a traer tantas vidas al
mundo, desarrolló una relación con la ternura que la manifestaba en la
delicadeza con lo pequeño, lo diminuto,
Enma acudía a su cita
semanal para la manicura y la pedicura
pues consideraba que los dedos eran el contacto con el que se asía la realidad
y con el que se fijaba a la tierra. Nunca le gustó lo barroco. Ella
experimentaba, más bien, el horror a lo lleno. Y Carlos compartía su fobia. La
decoración del hogar era renovada cada cuatro estaciones. Dado lo austero de su
gusto, la pareja no empleaba mucho dinero en cambiar la tonalidad de cortinas,
alfombras, colchas y forros que armonizarían durante un año envueltos en la
fragancia de canela que si bien era un poco dulzona, recordaba las natillas
caseras de una infancia que cada vez con mayor rapidez, se alejaba.
Enma, en general, relegaba
para el final la tarea que tuviera que ver con la burocracia, que su forma de
pensar, consideraba, en gran medida, inútil. Para ella, lo importante era la
acción, no la anotación, escrita o virtual de la misma. Barruntaba que de
seguir ampliando sus dominios el papel material o digital, las personas
trocarían en archivos encriptados.
Enma había salido del
paritorio, feliz y se disponía a realizar la tarea menos gratificante de las
que tenía encomendadas. A los pocos minutos de iniciarla bufó ante el parón de
la impresora que se negaba a mostrar el certificado del último nacimiento
hospitalario, acaecido hacía apenas una hora . Miró una pequeña pantalla
grisácea y leyó la palabra CALIBRANDO. Por experiencia sabía que esto suponía estar pendiente del monitor
hasta que indicara que había medido lo que había de valorar. Ante la demora que
imponía la máquina le dio por pensar en qué estaría ajustando el artefacto para
que volviera a la realización de su tarea habitual con la eficacia que se
esperaba.
Enma sintió algo parecido a
la empatía con aquel aparato rectangular y se preguntó qué era lo que ella
calibraba, equilibraba, cuando en su vida había algún desajuste. Repasó
situaciones diversas de desasosiego, terremotos emocionales o tsunamis mentales
que en más de una ocasión la habían vuelto del revés y sin saber cómo se le
vino a la cabeza y al corazón el cuerpo vivaracho envuelto en la gelatina de la
vida del último recién nacido. En un instante se contempló animando a la
esforzada madre a empujar, a respirar y acogiendo al esperado pequeñito al que
acompañó en su llanto inicial segura de que cesaría a su debido tiempo. Un pitido anunció que la tarea de
ajuste había acabado y a continuación el rutinario sonido de la impresión de
documentos dotaba de identidad a neonato que segundos antes poblara la mente de
la partera.
Enma tomó el papel y se
preguntó si en el artilugio tecnológico había lugar para el ánimo, el empuje,
el afecto, el acompañar la manifestación del dolor ajeno , a la hora de
calibrar su sistema. Y práctica, como era se contestó que por ahora, en eso la
humanidad, seguía teniendo ventaja, quedara o no, registro de entrada. Buena semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario