Bartleby no era escribiente.
Dedicaba una buena parte de su tiempo a diseñar casas donde habitarían vidas ajenas. Hombre concienzudo
en su quehacer cuidaba cualquier proyecto que
pasara por sus manos hasta el más mínimo detalle Su firma era garantía de rigor y éxito.
Bartleby era batallador.
Dentro y fuera del terrero, el lugar al que acudía periódicamente a enfrentarse
desde, la nobleza, a sus iguales, en tan bella contienda transformada en arte. Practicaba
la lucha canaria.
Bartleby vivía entre creación y luchada hasta que la vida le hizo una pardelera; entonces perdió el equilibrio, a pesar de que él
consideraba que estaba bien sostenido. Fue abatido desde fuera y sus piernas quedaron
sin el vigor que les daba fortaleza; al tiempo su pecho recibió un golpe
certero como si el hombro de Atlas chocara contra él.
Bartleby contemplaba horrorizado,
en la pantalla del ordenador, cómo un edificio cuya estructura había salido de
su mente, caía en pocos segundos y con él la existencia de cuántos y cuánto allí se encontraban. Recordaba la ilusión que
había experimentado en su empeño por convertir un descampado, desangelado e
inhóspito terreno en un sitio por donde fluyera la vida. Ahora todo era
destrucción. Sintió una profunda rabia al ver cómo su sueño trocaba en pesadilla. Maldijo a los intermediarios de la mediocridad que usando gafas de
cerca, alimentaban una siniestra miopía para contemplar el bien común. Bartheby
sintió el galopar de su sangre como savia nutritiva y revitalizante. Se dijo que
la obra sacudida habría de ser reconstruida, esta vez, con materiales de
calidad. Y él estaba en disposición de iniciar esa edificación a partir de la
desolación.
Bartheby con su rabia savia,
su rabia sabia, esta vez PREFERIRIÓ HACERLO. Buena semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario