Hernán no gustaba de jugar a
la guerra; sentía una gran inclinación por las Bellas Artes; era de complexión
atlética y de carácter campechano; le agradaba estar tranquilo, entretenido con
su imaginación y sobre todo, pintar.
Hernán acumulaba hojas y
lienzos en paredes y cajas que constituían una auténtica y creativa autobiografía.
Conservaba en un lugar discreto pero privilegiado por el efecto que le producía
la luz del sol mañanero, un cuadro que pintara muchos años atrás, en el que los
colores vivos discurrían hacia las costas de un marco azulado.
Hernán recordaba la
felicidad del día en el que tomó una
cuartilla blanca y reprodujo el rostro que solo él reconocía en medio de
figuras geométricas mezcladas con objetos de la vida diaria. Era el semblante de
su primer amor; aquel que llegó antes de hacerse presente; con el que soñara antes
de ponerle cara; al que jurara fidelidad eterna antes de que desapareciera en
las procelosas aguas del desamor. Cada vez que observaba el círculo central
volvía a su mente la cara redonda de su amado, un chico algo mayor que él,
divertido e inquieto, con quien coincidió en el colegio. Aquel muchacho con el
pelo a lo garzón rezumaba desinhibición por todos sus poros.
Hernán sonreía en aquella época
cuando le oía declarar con una grácil pirueta
“Qué guapo soy
y qué tipo tengo”.
Estos versos, libres como
él, eran el cortafuego que el amor de su juventud utilizaba para abortar
cualquier conato de drama en la disputa.
Hernán recalaba de vez en cuando
en aquella pequeña obra, que para él era una de las joyas de su particular
pinacoteca. Los cuadrados, rectángulos, triángulos y demás figuras, hermanados
con elementos cotidianos en una familiaridad inverosímil, le recordaban que la
rutina admite muchos encuadres.
Hernán seguía pintando. Hacía
varias décadas que no era un niño. Con el paso del tiempo iba comprobando que
los lápices de colores que usaba eran menos intensos que aquellos alumbradores de tan tierno recuerdo, tan prudente acompañar.
Hernán no sabía si era
cierta o producto de la imaginación nostálgica su creencia en que los crayones
de ahora nacían sin apenas colorido. Se preguntó si esa sensación tenía que ver
con idealizar el pasado ; reflexionó sobre el brillo o la tiniebla
que cada cual imprime a su interpretación de lo lejano; pensó que era cuestión
de buscar el ángulo adecuado para recuperar el matiz más luminoso de lo
pretérito; de acceder a la gama
innovadora que ofrece el presente evitando comparaciones torpes por
innecesarias; y de indagar en el propio interior hasta dar con el laboratorio
donde la cochinilla multicolor de la
comprensión destila la luz que permite contemplar el pálido aquí y ahora como
si de un recuerdo vívido del futuro se tratara. Buena semana.
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