Dorian no poseía un retrato
en el que delegar su envejecimiento, envilecido o no. Su rostro estaba marcado por un contudente hierro al rojo vivo , con profundas arrugas, manchas
oscuras y pequeños cráteres epidérmicos que constataban una confesión: Dorian había vivido y aún vivía.
Dorian acariciaba la
pelambrera de su mascota, un perro vivaracho, mestizo y de inteligencia
distraída , al tiempo que fijaba la vista
en el reloj del salón, una circunferencia cuyo fondo reproducía la mirada
atenta de dos búhos; las manecillas, de desigual longitud, marcaban inexorablemente un tic tac en modo susurro sin que la expresión de las aves
rapaces nocturnas se alterara.
Dorian sintió un pinchazo en el
estómago que él había aprendido a interpretar
como síntoma de la digestión de un momento vital delicado. Esta vez padecía la pesadez de la amistad perdida. El dolor se parecía a una mordida perruna e
incisiva que por unos segundos contraía su cuerpo propiciando la huída
espantada de su respiración.
El animal agasajado junto a él, se
percató de que la inicial caricia devenía en apretón involuntario y opresor.
Olfateaba el enfado, el miedo y la tristeza en el sudor de Dorian quedando
paralizado ante tal mezcla de fragancias. Intuyó que su compañero humano se
debatía en una batalla campal emocional con incierto resultado. Al ceder la
presión de la mano tirana, el perro cambió de posición quedándose frente a
Dorian quien no tuvo más remedio que mirarlo cara a cara.. Y fue así, al
contemplar esas pupilas caninas, que se escuchó diciendo
“Agarra al perro, quita sus
dientes de tu barriga, aléjalo y
enmienda el daño que te ha ocasionado”.
Dorian instintivamente se
llevó la mano a su costado izquierdo y se imaginó sujetando con entereza la
cabeza de un enorme can que clavaba insistentemente sus colmillos a la altura
del píloro. Respiró por la nariz. Sostuvo la mirada hostil del chucho, tan
distinta de la amistosa que le
acompañara desde años atrás. Y mirando en ese mirar encendido, tuvo consciencia del brotar de su rabia, susto y
amargura como potente lava de un volcán en erupción. Poco a poco, el ardor desapareció
de aquellos candiles enrojecidos y mostraron un paisaje petrificado que terminaba
por adentrarse en un mar en calma.
Dorian percibió cómo sus
dedos asían el aire en el que se desintegraba el monstruo de su pesadilla. Y
comprendió.
Dorian regresó al salón, a
su perro fiel, al reloj con búhos expectantes que le recordaron que mirar de
frente permite tener una visión más amplia del paisaje. Buena semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario