Artemi miró desolado la
pantalla del ordenador. Hombre de gran nobleza empatizó pronto con el dolor
ajeno que una voz en off transmitía
poniendo calificativos a la desolación. Tomó un vaso de agua fresca, con gas y
las burbujas se le asomaron a los ojos en sintonía con el padecer inocente.
Artemi era un hombre
proclive a la justicia humana; en cuanto a la divina tenía serias objeciones que
se encaminaban a encontrar una respuesta al sentido del sufrimiento en la vida.
Le afectaba especialmente el dolor innecesario, involuntario, inútil.
Artemi entendía que el devenir humano corría parejo al binomio dolor
y placer. Esto no le inquietaba pues comprendía que al conocer y aceptar las reglas
del juego también había que dar por bueno el resultado de la
partida, fuera el que fuere. Pero se enronchaba cuando el sufrimiento habitaba
en la gente desamparada para quienes la Declaración Universal de los Derechos
Humanos no era el paraguas del amparo que con sus 30 varillas guarecieran la dignidad humana, fin para el que fue diseñada.
Artemi era inteligente pero
no había encontrado la respuesta para la sinrazón del siglo en el que vivía. Entendía
que el ser humano puede ser el más sublime de cuantos habiten el planeta
Tierra; pero también que, llegado el momento, podría ser la bestia más
siniestra. Momentos, momentos.
Artemi pensaba en la
paradoja de que tras tanto desarrollo de las nuevas tecnologías el ser humano
terminaba por necesitar la prescripción médica que recetara vía urgente el
caminar diario. Sonrió. En esto Lucy, el primer homínido bípedo, nos
aventajaba. Se preguntaba entonces ¿progresamos?. Cuando los medios de comunicación
le hacían presente, de forma explícita, la maldad humana, o la experiencia cotidiana le exponía el power
point explicativo, a la par que justificativo, del egoísmo finamente hilado con
el estambre de las sesudas teorías reputadas, todo ello mezclado con los minutos de publicidad obligatoria,
institucional o privada, aumentaba su sospecha sobre el progreso y lo que parecía ser su dirección unívoca.
Le gustaba leer la historia
en clave solidaria. Le resultaba agradable el agua fría con gas. En ambas
ocasiones sus ojos trocaban en niebla y rocío. En el segundo caso tenía una
explicación física. En el primero se debía a que , a ojo de buen cubero, la
fraternidad ocupaba apenas veinte páginas en el libro de la humanidad. Buena
semana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario