Aday vive en las afueras de
la ciudad. Es un hombre de éxito. Forma parte del grupo de personas que tiene
poder. Se dedica a la política con compromiso y honestidad. Estudió Economía y
un tiempo después Geografía e Historia. Esta sugerente miscelánea intelectual
le ha dotado de una forma de mirar inusual.
Aday está orgulloso de su
nombre; pero no hace aspavientos. Significa “el que vive abajo” en alusión al
guerrero más valiente, tal como era común entre sus antepasados, los guanches.
La sana distancia de la comunidad se
contempla pues como un reconocimiento al coraje.
Aday toma una copa de vino
blanco de aguja de la variedad verdejo mientras se entretiene pasando las
páginas de una de las joyas familiares: el antiguo Atlas del abuelo. Le maravilla
la maestría a la hora de plasmar en trazos cada recoveco del planeta Tierra. Le
fascina el traslado de la esfera al plano. En su memoria acuden momentos en los
que él se erigía como diseñador de la ruta a seguir por los vericuetos de los
juegos infantiles; así se recuerda como capitán, sheriff, guía o jefe indio. Se
sabe capaz de gobernar y disfruta al desenredar la madeja de las dificultades
propias de la toma de decisión ejecutiva.
Aday saborea el vino frío,
refrescante con un agradable toque cítrico que danza en la copa con un
bamboleante vaivén. No es un hombre especialmente dado a la bebida; pero sí
paladea el disfrute, de vez en vez, de la copa, en solitario o en buena
compañía, que festeja la vida propia y ajena.
Aday se ha detenido ante el
mapa de África. Su lugar de nacimiento le ha familiarizado con rostros y
palabras del continente negro. Ha realizado varios viajes a países que la moda turística publicitaba
como aventuras exóticas y que le hicieron presente el respirar tórrido de aquel
lugar. Otros han sido incitados por una curiosidad al margen de propuestas
convencionales. En ambos, ha disfrutado: en los primeros de la confianza en el “dejarse llevar”; en otros, de la
confianza en el desarrollo de la habilidad de la escucha atenta de su corazón y
de la destreza en el manejo de las nuevas tecnologías como profesionales
ingenieros del camino.
Aday repasa la silueta de
las naciones africanas y reflexiona sobre lo irreal de algunas lindes
geográficas trazadas con escuadra y cartabón. Si bien la recta es la distancia
menor entre dos puntos no es la que abarca toda la riqueza contenida en las
entrañas de las curvas entre la partida y la llegada.
Aday está a punto de acabar su
vino, esta vez en grata soledad, cuando cavila sobre las diferencias entre lo
escrito y lo vivido, entre el pensar y el sentir, entre el mapa y el
territorio. Intuye que en cada carta geográfica, por mucha diligencia que haya
en su alumbramiento, no cabe amanecer ni ocaso ( incluido el rayo verde o de otro color): que en su forma
no se reconoce el mágico terreno de la posibilidad que, como terremoto,
maremoto, tsunami o ciclogénesis explosiva late en toda piedra, agua, aire y fuego.
Concluye que en la vida humana ocurre de forma semejante. No se puede encauzar rectamente
el latir de una persona o de un pueblo, en los estrechos márgenes de la
identificación nominal. Piensa que aunque la realidad también es palabra su
profesión ha de ser la de comadrona de la biodiversidad.
Aday ama las visiones
contrarias, la riqueza de la noria vital que gira con constancia, sin
interrupción, elevando o descendiendo a quien ocupa el lugar de pasajero. Aprende
a vivirse en varias dimensiones y este visionar lo aplica en su mirar al otro.
Pone en valor la divergencia como germen de lo futurible. Sonríe al
disenso por ser el acicate para el
boceto de una nueva ruta en el andar humano pergeñado a pie de vía. Es
consciente de que aunque mapa y territorio no coincidan perfectamente cuando este
ambular es solidario e integrador es también la perfección. Buena semana.
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