Ithaisa había quedado con
sus amigas para charlar un rato y tomar algo. Decidieron encontrarse en la
costa donde el sol parecía que había fijado residencia. El matutino cielo azul
era el telón idóneo anticipando la festividad del día. La ligera brisa
refrescaba el paseo playero y a quiénes por él transitaban.
Ithaisa y compañía encontraron
una terraza apropiada para iniciar el encuentro periódico que tiempo atrás, el
azar, propició; y que después, la
voluntad y el goce habían convertido en un espacio de calidad. Un hombre
delgado vestido de melancolía se acercó, preguntando rutinariamente por la
cantidad de personas dispuestas a ocupar las mesas. Estas empezaron a ser reubicadas
por las chicas, a fin de que el grupo de féminas tuviera cabida. En respuesta
al empleado contestaron que serían diez. Al oír esto, el camarero les informó
de que eran demasiadas personas y que no podían ser atendidas. No hubo
explicación a pesar de que se le solicitara y tras cesar el movimiento de redistribución, las
mujeres se marcharon, perplejas, dejando la terraza, vacía como cuando llegaron
y rodeadas por el manto del escepticismo
en cuanto a la política de captación y fidelización de la clientela
desarrollada por el establecimiento. Supusieron que habría alguna explicación
coherente que dotara de sentido lo acontecido pero como no era una cuestión de vida
o muerte decidieron localizar otro punto
de encuentro.
Ithaisa recuerda en su hogar,
días más tarde, cómo finalmente hallaron el lugar deseado, previo peregrinar
terrazil. Evoca la utilización de los hilos confianza, confidencia y humor a la
hora de confeccionar una nueva prenda de afecto que llevaba puesta cuando se
despidieron hacia el mediodía y cuyo calorcito ella aun percibía.
Ithaisa, en un impulso que
el recuerdo parió, se abrazó y sonrió. Después, su mente tomó protagonismo para
zambullirla en las aguas de la reflexión.
Ithaisa pensó, entonces, en
la duración de las sensaciones: de los aromas, de las miradas, de los sonidos,
de los sabores, de los roces. Le fascinaba el senderismo por las rutas
desbrozadas en el pasado. Con tanto andar había vuelto a caminos pretéritos,
ahora intransitables ocupados por la hierba salvaje o la edificación doméstica. También
se regocijaba antes aquellos tramos que ella llamaban oscilobatientes porque o
bien supusieron una apertura explícita a otra época o porque abrieron huecos
que oxigenaron su corazón en la estación de la asfixiante apatía.
Ithaisa, asimismo, retornaba
a los trechos, afortunadamente en peligro de extinción, de los que antaño
huyera despavorida, dejando en espera una ceremonia del adiós que cual inerte foto
fija pretendiera dotar de vida a lo irremediablemente inanimado. Con los años,
para estas excursiones se pertrechaba con guantes, pala y flores, o lo que es
lo mismo, con delicadeza, aceptación y gratitud. Era su manera de cerrar el
rito inconcluso y permitir que, a su debido tiempo, con el abono adecuado, se
proyectara otra historia.
Ithaisa era viajera. A veces
sus destino le hacía saltar de continente en continente; otras le acercaba a la
riqueza de lo cercano; pero su itinerario
preferido era el que le permitía vivir la aventura de pasar de un ciclo a otro,
protagonizando la sugerente e intrincada danza del soltar y el asir; tras tan exótico
viaje interno retornaba a su cotidianidad, sabedora del protocolo vital que
garantizaba que, al llegar la estación de las lluvias, no emergerían cadáveres
a medio enterrar. Buena semana. Buena semana.
Casi me ruborizo al pensar que quizás Ithasia pudiera ser yo. ¿Y por qué no? La literatura no es más que un espejo en el que mirarse. Fantástico como siempre, Pilar. Buena semana para ti también.
ResponderEliminarGracias. ¿Todas en algún momento somos Ithaisa ? ...... o no. Un abrazo, Inma.
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